martes, 29 de octubre de 2013

"Una tarde con Tartini", por JOSÉ BALZA. Leído en Caracas, el 20 de Octubre, en la Librería Lugar Común

UNA TARDE CON TARTINI

El siglo XXI me trajo una de las noches más completas que he conocido. Fue la del 20 de octubre en el 2004. Primero, porque efectivamente me retiré al hotel a las cinco de la mañana, después de incesantes copas, de conversaciones como diamantes y porque dentro del grupo de sus amigos (Nicolás Melini, la joven africana Mama, venida del Casamance), Juan Carlos Méndez me presentó a Ernesto Pérez Zúñiga.
Al despertar encontré la misma agudeza de seda que tenía su conversación en los poemas y cuentos de sus libros iniciales (2002) Calles para un pez luna  y Las botas de siete leguas.
Desde entonces he sido su maniático lector. Poesía y ficción, en él, son para mí verdaderas compensaciones en este vasto y extraviado mundo de la lengua española. Narrar como si se pudiera (él puede) encontrar palabras comunes pero no dichas; narrar complejas historias que se deslizan desde y hacia sus más inesperados ángulos: he allí una de las razones para esa aludida recompensa.
Su primera novela, Santo diablo, es un gran mural sobre las luchas sociales en una provincia imaginaria. Diversas realidades narrativas le dan cuerpo: los cultivos y la tierra solitaria, los difuntos que mueven cacharros en las casas, política y supersticiones. En otro lugar he destacado cuán diestra es la mano de Pérez Zúñiga para crear sus mujeres, como las de ese libro. Su héroe es una excitada presencia de inclinación revolucionaria, de angustia ante  lo erróneo de la misma  y la necesidad de justicia.
Su nueva novela, El segundo círculo, título de inspiración dantesca, se me ha convertido en una obra de terror incomparable, natural y elusiva. El argumento hace convivir a unos niños, junto a sus padres, en un modernísimo lugar de vacaciones. Esta vez los muertos son cotidianos y transparentes, saben de las estrellas de cine (Brad Pitt, Marilyn) y realizan el sacrificio ritual sin que podamos renunciar a la complicidad.
En la tercera novela El juego del mono, alguno de sus personajes anota: “Quiero escribir lo que me ha dicho esta noche ese loro, ese pesado: el inconsciente”. Gibraltar, el Peñón, un recorrido por sótanos, prisiones, sueños, borracheras y el azogado movimiento de los monos determinan un libro de suspenso y análisis.

Así que estamos ante la cuarta novela de Ernesto Pérez Zúñiga, La fuga del maestro Tartini, que podemos comenzar a leer desde hoy. Fue escrita durante seis años, entre el 2006 y el 2012. En ese lapso, cuando Ernesto me concedió el privilegio de leer sus originales le escribí estas líneas:
Sí, querido Ernesto, ya he leído tu sonata y fuga. Un libro abismal. Te consumió años y propició viajes y no sólo te transformó en el músico sino que éste termina meditando mil cosas tuyas, como debía ser después de tan prolongada vigilia (o sueño).
También es un libro de fascinante erudición (maderas: bosques, instrumentos; historia e invención: fuerza y dilución de las tradiciones expresivas, retratos –Veracini, Vivaldi, Marcello, Albinoni, etc-; calles minuciosas, ciudades, edificios, casas, comidas, ropa: una verdadera reconstrucción del XVIII, desde el cual crece el alto relieve de las grandes personalidades en tu novela: Tartini y su chelista, Berloc o el recóndito testigo, Elisabetta y las otras, madre y hermanos.
Un dinámico empleo de  cronologías: la del testigo actual (la del infinito y proteico Berloc), aquella que conduce la mano manchada (Tartini escribiendo su vida) y la de los sucesos “reales”. Sobre estos van acercándose los orígenes del músico y su final o su presente. ¿Cómo no enloqueciste cambiando de una a otra? Porque el equilibrio entre ellas es admirable.
Un libro muy diferente de tus otras novelas y sin embargo unido, por lo menos, a dos de tus fuertes obsesiones: una tónica: la pasión por la figura Sombría, y otra compositiva: la narración descompuesta desde un enigmático observador.
Me dejo llevar por los trozos de registro mayor (que cada lector sentirá, a su elección,  en diferentes zonas del texto): la percepción de “la música de los sonidos”, la magnífica tensión del carnaval, el encuentro con Veracini –sobre todo después de eso; el sello de sangre, la preparación para la muerte. Y, desde luego, por el diálogo permanente entre tu historia y diversos creadores: Leonardo, Mann, Kafka.
En fin, querido Ernesto, un gran libro, flexible –inesperadas variaciones sobre su protagonista, sobre nosotros los de hoy;  interrumpible –porque están bien aplicadas las resonancias de Dickens: volver a puntos clave de la acción, a resumir cada cierto tiempo esas pequeñas señales que cobran fuerza como carne y pasado de cada personalidad.

Como lo he dicho en diversas oportunidades, desconfío de la llamada “novela histórica”. Creo que el sentido de la ficción es despertar, a través de personajes, situaciones y tramas, contenidos no visibles de la condición humana. Aunque el sentir de Edipo o de Electra está en el origen sólo hemos podido fijarlo cuando un trágico griego lo revela o cuando Freud lo devuelve al inconsciente y viceversa. La libertad o la maldición de elegir, el reino de la duda, nos cercan a cada minuto, pero nunca nos hacen despertar como cuando Hamlet los convoca. La multiplicidad que somos (intestino e ideal, valentía y burla, gordura y delgadez simultáneas, etc) se hace implacable después de que Sancho y el Quijote  asoman en nosotros.
La ficción es nuestra brújula para detectar, reflejar y revelar lo incierto. Y para darle nombre. Para mí, por lo tanto, carece de interés que un novelista dedique su tiempo a recrear vidas o seres, por muy heroicos, extraños o importantes que hayan sido sus vidas. Al hacerlo se condena: restará siempre en vez de sumar y al contar con la complicidad histórica del lector, confiesa la debilidad de su talento para arriesgarse a la obra que lo esperaba. Guerra y paz, Los Miserables siguen siendo fascinantes por Natasha o Jean Valjean, no por  Bonaparte y sus guerras.
Tampoco creo que la modernidad nos haya reducido por completo a ser “el hombre sin atributos”,  “don nadie” o en masas amorfas. Mucho de eso existe y la telenovela lo consagra. Pero aun  así el individuo –nosotros- pervive y sus delirios, deseos, defectos o errores no caducan. La novela contemporánea quizá no  pueda o necesite elaborar otro denso y complejo acumulamiento de significados para realzar un símbolo. Pero en ella un impulso, un sentimiento –por ejemplo, hacia la sexualidad, la justicia- aunque común, extendido, no impide al autor proponer y desafiar temas vitales.
Somos comunes; solo vivimos el presente, lo demás desaparece hasta que podamos evocarlo. Lo insólito es que este ahora carece de sostén y de proyecciones sino se afianza (para negarlo, reconsiderarlo o aprovecharlo) en las experiencias anteriores y en la intuición del mañana.
Reconocer lo implacable y la desmesura del tiempo en su transcurrir, es decir, estar atentos a cada segundo y cada milímetro del presente –estos minutos, esos instantes; todos las horas, todos los lugares- me lleva a la noción más difícil de notar y sin embargo la que actúa más directamente sobre cada persona común como nosotros y como nuestros posibles personajes: la noción de libertad.
 Pero si damos por descontado que vivimos en ella, que la poseemos, podríamos hacerla peligrar. Ser libre, entonces, es algo que ocurre por y durante nuestros actos más insignificantes; fluye en lo interior de cada quien (al practicar  horarios,  conducta,  amigos,  profesión), aunque corresponda a un hecho que se produce con las posibilidades que nos ofrece la vida exterior. Y allí está el inmenso secreto de la libertad: la hacemos al hacer y pensar, pero nos hace porque ella deriva de una relación colectiva: con nuestra familia, nuestro grupo, el pueblo o la ciudad, los servicios públicos, el gobierno local y nacional, los editores, los lectores; por el conocimiento de las noticias, de los libros, del mundo electrónico, la política, la producción, la moda; al crear una novela, un relato.
Dicho de otro: hasta  el más íntimo de nuestros actos (hacer el amor, pensar) se corresponde con el ejercicio de la libertad. Y desde allí tiene que volcarse, realizarse también dentro de la esfera más pública: estudiar, escribir, elegir gobernantes, exigir el bien y el desarrollo social.
Practicar la libertad es nuestra profesión diaria. De allí que nuestro máximo tesoro sea el  presente, este presente: reino único, reino absoluto de la libertad. La libertad sólo existe en presente, no debe ser añorada o postergada, eso sería desvirtuarla. Si  la sentimos de manera fragmentaria es porque está en peligro de ser destruida por completo. Libertad: límite equilibrado entre lo más profundo y lo exterior del individuo; frontera entre la ética, la vida colectiva, el bien social.
Única frontera im/posible del autor para crear sus personajes.

Con esto quiero significar que, a pesar del método y del personaje, Giuseppe Tartini, concentrados en este libro de Pérez Zúñiga, no estamos ante una habitual novela histórica, aunque nada pierde si así  la designaran los periodistas. Es más: bien puede ser calificada como futurista o fantástica (su observador la dirige desde el siglo XVIII; pero también desde hoy y desde otro futuro)
Bastaría recordar a Juanmaría, el protagonista de Santo diablo, en quien renace la obsesión por la libertad, la revolución y la justicia, quien va al sacrificio aunque descrea en lo hondo del sueño revolucionario. El supremo ideal de la libertad lo conduce allí, pero el hombre no es ajeno al  incierto alcance del mismo.
O recordar  la fusión (¿qué nos impide -un papel celofán, un gel, un cristal, nada-  atravesar la muerte, reconocernos en su cotidianidad?) del presente y sus dispersiones espaciales y temporales, como ocurre al niño de El segundo círculo, para saber que Pérez Zúñiga nos sumerge en la sustancia del tiempo, del mismo modo como pudimos percibirlo en las imágenes últimas del film 2001: una odisea del espacio.
El juego del mono, con sus personajes sórdidos y su paisaje, bien puede ser una síntesis de nuestra realidad actual: des/enseñanza en los colegios, drogas, trampas, hipocresía, inocencia. Pero su solo título ya nos hace revertir el juego supremo de Hermann Hesse (la virtualidad de religión, política, música, matemáticas) en la exacta perfección formal del error, de la cotidiana perplejidad.
Me estoy extendiendo demasiado y ahora quiero volver a las páginas que leerán  ustedes: este Tartini. En efecto, el personaje vive en una eterna fuga (desde su hogar, desde el convento, de una ciudad a otra, de un concepto de la música al nuevo, según él), pero también la novela está compuesta como un prolongado contrapunto, cuya solución es la vida misma: el contrapunto entre el Vasto Espíritu (del mal, de la sabiduría, del tiempo) y la experiencia de un hombre.
No estamos ante una habitual novela “histórica”, dije antes. En principio porque ha sido escrita por un artista que sabe des/hacer la prosa.
Sí, por supuesto, una novela parte de una o varias vidas que están en la realidad de acá (en los sucesos diarios, en la política). Y así, al  sintetizarlas, puede construir otra figura compleja. Lo vemos en Dickens, James, Proust y Thomas Mann. Incluso, un hombre común o “histórico” pudiera ser ese modelo que, al convertirse en personaje novelesco, adquiere dimensiones inesperadas.
Todo lo contrario ocurre cuando el novelista aprisiona en su obra a un hombre o una mujer concretos. Sobre todo si los identifica con nombre y apellido. Entonces, queriéndolos ampliar, va reduciendo, bajo su inexorable percepción,  los clava como a un insecto en una imagen que, con los días o los años, paradójicamente se estrecha cada vez más. (Ya mencioné al muy limitado Napoléon de Guerra y paz o al de Los miserables)
En el Tartini de Ernesto  su estirpe viene resguarda por ficciones puras sobre planos de la Historia. Entre ellas, las Etiópicas de Heliodoro de Emesa, escritor sirio, que escribe en griego, en el siglo III d.C. Y donde, sobre un tapiz de guerras, la pareja de Teágenes y Cariclea lleva al paroxismo una defensa de la mutua virginidad.
Salammbó, publicada por Flaubert en 1862, que prefiero a Bovary, aunque mis amigos se hayan burlado siempre de tal preferencia. Y cuya cumbre, el choque entre la lujuria y lo sagrado, sea más relevante que los detalles de la primera guerra única en el Cartago del siglo II.
Memorias de Adriano, editada como folletín desde 1948 y recogida en el famoso libro de 1951. Triunfos políticos, amores, amistad, arte, poesía, viajes son evocados por el emperador ante la proximidad de la muerte. “Cuando no hubo dioses ni Cristo, sino el hombre solo, entre el lapso de Cicerón y de Marco Aurelio, alguien afronta esa soledad, esa melancolía” parece decirnos Yourcenar  en esta novela.
Los idus de marzo (1948) de Thornton Wilder en que, de nuevo, se evoca o se vislumbra la muerte de un emperador. Reveló el autor que,  para escribirla, había utilizado cartas y documentos de Hitler y Mussolini. Y no obstante, él mismo ha confesado que se trata de una “fantasía”.
Cumboto (1950) de Ramón Díaz Sánchez, en que se despliegan los días de la esclavitud en las costas venezolanas, junto a misterios y ritos negros. Pero allí un idilio mestizo irradia con mayor energía que todo aquello.
Son muchas más, pero esas resultan ser mis predilectas. Como el presente Tartini de Ernesto Pérez Zúñiga. Ésta y aquellas bien pueden ser llamadas novelas “históricas”, pero casi estoy seguro de que nadie vuelve (volverá) a leerlas sólo por sus detalles o personajes históricos.

En este Tartini, como es obvio, nos interesa el proceso de una vida y, sobre todo, el vínculo entre esa vida y, ya que la leyenda lo exige así, la tentación, el Mal. Si antes destaqué el pulso de Pérez Zúñiga para crear personajes femeninos, ahora remarco el poder de su escritura cuando crea a Juanmaría o a su Tartini.
Ese interés quedará satisfecho con algunas metamorfosis, experimentadas por dos sus protagonistas, en el tiempo y en sitios identificables ayer y hoy. Pero es la clave lanzada desde el título el punto donde la figura de Tartini, la vida y el arte de Pérez Zúñiga, el complejo camino hacia los símbolos y su encarnación vulgar, lo común de nuestras vidas, todo ello, se convierte en un gran tema de hoy.
Ha hallado Ernesto la manera de mostrarnos una de aquellas posibilidades que la narración permite como superación de la simple “novela histórica”: a través de un pequeño individuo, músico grande, pedante pero inseguro y la oscura eternidad que lo mima, lo avasalla. ¿No se trata acaso de un género novedoso y aún escaso: el de la nivola, el de la filosoficción, el de la informatificción? (Uso estos términos mientras encontramos otros más exactos o eufónicos)
Al contrario que en sus otros libros, donde el ascenso anecdótico nos deslumbra al final, aquí la trama se establece con pasajes domésticos y sobrios e intensos momentos de temblor. Dentro de estos últimos destaco el episodio del duelo violinístico entre dos grandes: Tartini y Veracini. Son páginas que arden y suenan, mientras los dos genios desafían a la belleza,  la libertad y al mal compitiendo. La escena es deslumbrante porque allí afrontamos a la imaginación pura de Pérez Zúñiga.

(Imaginación que nos ha venido proponiendo desafíos como estos:
- “tarde o temprano a todos la desdicha nos iguala”.
-“Mi propio nombre también es un disfraz”.
- “Pisé la estrecha senda de la perfección, donde no hay nada, nada, nada”.                                                      
-“Misteriosas voces parecen vivir en los sucesos sonoros”.
-“¿Qué es un amor realizado salvo esto?: orbitar en torno al amor al mismo tiempo que el amor orbita en torno de uno”.
-“Escuchábamos sin párpados”.
-“Siempre, detrás de una gran ambición, nos espera, oculta, una gran ironía”.
-“Su profundidad no debe nada a nadie”.
-“No es el hombre el que necesita ser redimido en este mundo sino el mismo Dios”.)

He imitado el método del novelista al alternar algunos asomos o percepciones sobre este libro, tal como en el movimiento fugado de una pieza pudieran ser alternadas las voces.
Porque el gran tema propuesto con el título del libro va disminuyendo  en orquestación y sonoridad desde que se enuncia: en efecto, Tartini desarrolla procedimientos nobles y establecidos para componer y en ese aspecto la novela rinde tributo al arte de la composición. A la fuga.
Luego advertimos que el protagonista no cesa de moverse, con o sin razones; de manera justificada o absurda: su conducta puede ser una incesante fuga emotiva o intelectual.
Pero nosotros, los de hoy, al leer, quizá no advertimos  que más allá de la fascinación por el arista, por su música y sus avatares, también vislumbramos algo que nos perturba en esa movilidad: ¿por qué ese impulso incesante –en él;  hay un real cambio al cumplirlo –en él; qué nos impele, persigue o amenaza –a nosotros? ¿Huimos al movernos o dentro de nuestra vida fija, anclada en un apartamento, en la oficina, en una calle? ¿En estos tiempos, qué nos desaloja? Viajamos, nos divertimos, somos diferentes ¿nos acosa un complejo de ser  lo mismo? ¿No consiste la emoción, el secreto, la imposibilidad o la realización de la fuga en un centro mayúsculo de lo que somos simplemente? ¿Sólo nos queda la fuga –real o imaginaria- como forma de libertad?
¿Cuánto de Tartini o de la iluminación que nos trae Pérez Zúñiga podemos comprender?
Y ya que hablé de informatificción, ¿no pudo ser esta novela escrita por nuestro José Antonio Ramos Sucre: para quien  “el mal es un autor de la belleza”?







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