1. La fuga del maestro Tartini, de Ernesto Pérez Zúñiga (Alianza Editorial). Es la mejor novela que he leído en años: me fascina cómo el autor se ha colado en el alma del violinista, cómo se ha vestido de su piel y se ha empapado de su soledad, de sus sueños y de su melancolía.
http://cincodias.com/cincodias/2013/12/20/sentidos/1387561794_294509.html
lunes, 30 de diciembre de 2013
martes, 17 de diciembre de 2013
miércoles, 4 de diciembre de 2013
viernes, 29 de noviembre de 2013
domingo, 24 de noviembre de 2013
lunes, 18 de noviembre de 2013
La fuga del maestro Tartini, por María Méndez.
http://resenyasliterarias.blogspot.com.es/2013/11/la-fuga-del-maestro-tartini-de-ernesto.html
Giussepe Tartini fue un virtuoso violinista y compositor del barroco italiano, autor de la famosa sonata “El trino del Diablo”. Siglos después, un día del año 2006, esta pieza sobrecoge a Pérez Zúñiga, y le lleva primero a investigar sobre el músico y luego a escribir la novela.
La acción se sitúa entre los años 1769 y 1770. En los últimos meses de su vida, Tartini apenas duerme, pues “es la ansiedad de no morir la que lo mantiene despierto”. Por una macabra paradoja, la gangrena se extiende por su brazo derecho, el mismo brazo con que manejó magistralmente tanto el arco de su violín como la espada de su juventud apasionada. Ya muy enfermo, escribe sus memorias.
Escrito en primera persona y en presente, el texto tiene dos voces narrativas: la de Tartini, que se sitúa en el siglo XVIII, y la del autor, que narra desde nuestros días. Éste último aporta una visión estereoscópica al relato, pues “se convierte” en caballo, o en soldado, o en cuerda o en viento o en cualquier cosa o persona que el autor pueda utilizar para 'inventar' justificaciones o visiones complementarias de los hechos que ha narrado ya, o que va a narrar a continuación.
La lectura nos lleva hasta excusar, o al menos comprender, cada vez mejor al personaje, tan humano, tan honesto consigo mismo y por eso mismo, tan egoísta. Es la egolatría del creador, del artista, que le lleva incluso a traicionar y herir a los que más quiere. Tartini elige un destino intenso y desprecia al cobarde “que no ha sabido ser libre” (pág. 342), pero piensa que solo pudo componer su mejor obra (las 'Sonatas del Tasso') “... porque estaba libre de sí mismo y sabría recoger lo que todos compartimos: el sueño de la aventura y el regreso” (pág 358).
El sueño es una constante de esta novela. A nuestro protagonista le inquieta haber compuesto “El trino del Diablo” después de haber oido la música de un sueño de juventud (pág.122), y pone en boca del protagonista varias veces que “Uno es lo que sueña, fue lo que hizo, será la unión de obra y sueño”. El relato, una autobiografía novelada, está repleto también de ensoñaciones poéticas a modo de efectos especiales, que aportan acción al texto con acierto.
El lector además asiste al proceso de creación de la novela por parte del autor. Por ejemplo, en la página 134 leemos “...esa sonata que transcribiste al despertar, la 'Sonata en sol menor', fue la que me hizo fijarme en ti mucho antes de que existieras y anduvieras en estas palabras, Giuseppe; no sigo las reglas aparentes del Tiempo, viajo aquí y allá,...” (pág 134). Incluso compartimos la propia investigación del autor, como cuando está documentándose en la iglesia de Asís en la que trabajó Tartini y hace un paralelismo entre la fe en el poder de los santos y en el poder de “los superheroes soñados en Estados Unidos...” (pág.105).
Este libro tiene dinamismo, color, sorpresa narrativa, personajes afilados, universos de ligereza y melancolía redondos en su ritmo. Gustará sin duda a los amantes de la belleza poética y de “la gran transformación que es siempre interior”.
En la página 401, Tartini dice que “es una lástima no ser consciente (…) sino al final de la vida”, pero quizá es el esfuerzo de escribir la verdad propia, la palabra escrita, la que nos hace conscientes; si así fuera, todos estamos a tiempo.
María MÉNDEZ
martes, 29 de octubre de 2013
"Una tarde con Tartini", por JOSÉ BALZA. Leído en Caracas, el 20 de Octubre, en la Librería Lugar Común
UNA
TARDE CON TARTINI
El
siglo XXI me trajo una de las noches más completas que he conocido. Fue la del
20 de octubre en el 2004. Primero, porque efectivamente me retiré al hotel a
las cinco de la mañana, después de incesantes copas, de conversaciones como
diamantes y porque dentro del grupo de sus amigos (Nicolás Melini, la joven
africana Mama, venida del Casamance), Juan Carlos Méndez me presentó a Ernesto
Pérez Zúñiga.
Al
despertar encontré la misma agudeza de seda que tenía su conversación en los poemas
y cuentos de sus libros iniciales (2002) Calles
para un pez luna y Las botas de siete leguas.
Desde
entonces he sido su maniático lector. Poesía y ficción, en él, son para mí
verdaderas compensaciones en este vasto y extraviado mundo de la lengua española.
Narrar como si se pudiera (él puede) encontrar palabras comunes pero no dichas;
narrar complejas historias que se deslizan desde y hacia sus más inesperados
ángulos: he allí una de las razones para esa aludida recompensa.
Su
primera novela, Santo diablo, es un
gran mural sobre las luchas sociales en una provincia imaginaria. Diversas
realidades narrativas le dan cuerpo: los cultivos y la tierra solitaria, los
difuntos que mueven cacharros en las casas, política y supersticiones. En otro
lugar he destacado cuán diestra es la mano de Pérez Zúñiga para crear sus
mujeres, como las de ese libro. Su héroe es una excitada presencia de
inclinación revolucionaria, de angustia ante
lo erróneo de la misma y la
necesidad de justicia.
Su
nueva novela, El segundo círculo,
título de inspiración dantesca, se me ha convertido en una obra de terror
incomparable, natural y elusiva. El argumento hace convivir a unos niños, junto
a sus padres, en un modernísimo lugar de vacaciones. Esta vez los muertos son
cotidianos y transparentes, saben de las estrellas de cine (Brad Pitt, Marilyn)
y realizan el sacrificio ritual sin que podamos renunciar a la complicidad.
En la
tercera novela El juego del mono,
alguno de sus personajes anota: “Quiero escribir lo que me ha dicho esta noche
ese loro, ese pesado: el inconsciente”. Gibraltar, el Peñón, un recorrido por
sótanos, prisiones, sueños, borracheras y el azogado movimiento de los monos
determinan un libro de suspenso y análisis.
Así que estamos ante la cuarta novela de Ernesto Pérez
Zúñiga, La fuga del maestro Tartini,
que podemos comenzar a leer desde hoy. Fue escrita durante seis años, entre el
2006 y el 2012. En ese lapso, cuando Ernesto me concedió el privilegio de leer
sus originales le escribí estas líneas:
Sí, querido Ernesto, ya he leído tu sonata
y fuga. Un libro abismal. Te consumió años y propició viajes y no sólo te
transformó en el músico sino que éste termina meditando mil cosas tuyas, como
debía ser después de tan prolongada vigilia (o sueño).
También es un libro de fascinante erudición (maderas: bosques,
instrumentos; historia e invención: fuerza y dilución de las tradiciones
expresivas, retratos –Veracini, Vivaldi, Marcello, Albinoni, etc-; calles
minuciosas, ciudades, edificios, casas, comidas, ropa: una verdadera
reconstrucción del XVIII, desde el cual crece el alto relieve de las grandes
personalidades en tu novela: Tartini y su chelista, Berloc o el recóndito
testigo, Elisabetta y las otras, madre y hermanos.
Un dinámico empleo de
cronologías: la del testigo actual (la del infinito y proteico Berloc),
aquella que conduce la mano manchada (Tartini escribiendo su vida) y la de los
sucesos “reales”. Sobre estos van acercándose los orígenes del músico y su
final o su presente. ¿Cómo no enloqueciste cambiando de una a otra? Porque el
equilibrio entre ellas es admirable.
Un libro muy diferente de tus otras novelas y sin embargo unido, por lo
menos, a dos de tus fuertes obsesiones: una tónica:
la pasión por la figura Sombría, y otra compositiva: la narración descompuesta
desde un enigmático observador.
Me dejo llevar por los trozos de registro mayor (que cada lector sentirá,
a su elección, en diferentes zonas del
texto): la percepción de “la música de los sonidos”, la magnífica tensión del
carnaval, el encuentro con Veracini –sobre todo después de eso; el sello de
sangre, la preparación para la muerte. Y, desde luego, por el diálogo
permanente entre tu historia y diversos creadores: Leonardo, Mann, Kafka.
En fin, querido Ernesto, un gran libro, flexible –inesperadas
variaciones sobre su protagonista, sobre nosotros los de hoy; interrumpible –porque están bien aplicadas las
resonancias de Dickens: volver a puntos clave de la acción, a resumir cada
cierto tiempo esas pequeñas señales que cobran fuerza como carne y pasado de
cada personalidad.
Como lo he dicho en diversas oportunidades, desconfío
de la llamada “novela histórica”. Creo que el sentido de la ficción es
despertar, a través de personajes, situaciones y tramas, contenidos no visibles
de la condición humana. Aunque el sentir de Edipo o de Electra está en el
origen sólo hemos podido fijarlo cuando un trágico griego lo revela o cuando
Freud lo devuelve al inconsciente y viceversa. La libertad o la maldición de
elegir, el reino de la duda, nos cercan a cada minuto, pero nunca nos hacen
despertar como cuando Hamlet los convoca. La multiplicidad que somos (intestino
e ideal, valentía y burla, gordura y delgadez simultáneas, etc) se hace
implacable después de que Sancho y el Quijote
asoman en nosotros.
La ficción es nuestra brújula para detectar, reflejar
y revelar lo incierto. Y para darle nombre. Para mí, por lo tanto, carece de
interés que un novelista dedique su tiempo a recrear vidas o seres, por muy
heroicos, extraños o importantes que hayan sido sus vidas. Al hacerlo se
condena: restará siempre en vez de sumar y al contar con la complicidad
histórica del lector, confiesa la debilidad de su talento para arriesgarse a la
obra que lo esperaba. Guerra y paz, Los Miserables siguen siendo fascinantes
por Natasha o Jean Valjean, no por
Bonaparte y sus guerras.
Tampoco creo que la modernidad nos haya reducido por
completo a ser “el hombre sin atributos”,
“don nadie” o en masas amorfas. Mucho de eso existe y la telenovela lo
consagra. Pero aun así el individuo
–nosotros- pervive y sus delirios, deseos, defectos o errores no caducan. La
novela contemporánea quizá no pueda o
necesite elaborar otro denso y complejo acumulamiento de significados para
realzar un símbolo. Pero en ella un impulso, un sentimiento –por ejemplo, hacia
la sexualidad, la justicia- aunque común, extendido, no impide al autor
proponer y desafiar temas vitales.
Somos comunes; solo vivimos el
presente, lo demás desaparece hasta que podamos evocarlo. Lo insólito es que
este ahora carece de sostén y de proyecciones sino se afianza (para
negarlo, reconsiderarlo o aprovecharlo) en las experiencias anteriores y en la
intuición del mañana.
Reconocer lo implacable y la
desmesura del tiempo en su transcurrir, es decir, estar atentos a cada segundo
y cada milímetro del presente –estos minutos, esos instantes; todos las horas,
todos los lugares- me lleva a la noción más difícil de notar y sin embargo la
que actúa más directamente sobre cada persona común como nosotros y como
nuestros posibles personajes: la noción de libertad.
Pero si damos por descontado que vivimos en
ella, que la poseemos, podríamos hacerla peligrar. Ser libre, entonces, es algo
que ocurre por y durante nuestros actos más insignificantes; fluye en lo
interior de cada quien (al practicar
horarios, conducta, amigos,
profesión), aunque corresponda a un hecho que se produce con las
posibilidades que nos ofrece la vida exterior. Y allí está el inmenso secreto
de la libertad: la hacemos al hacer y pensar, pero nos hace porque ella deriva
de una relación colectiva: con nuestra familia, nuestro grupo, el pueblo o la
ciudad, los servicios públicos, el gobierno local y nacional, los editores, los
lectores; por el conocimiento de las noticias, de los libros, del mundo
electrónico, la política, la producción, la moda; al crear una novela, un
relato.
Dicho de otro: hasta el más íntimo de nuestros actos (hacer el
amor, pensar) se corresponde con el ejercicio de la libertad. Y desde allí
tiene que volcarse, realizarse también dentro de la esfera más pública:
estudiar, escribir, elegir gobernantes, exigir el bien y el desarrollo social.
Practicar la libertad es nuestra
profesión diaria. De allí que nuestro máximo tesoro sea el presente, este presente: reino único, reino
absoluto de la libertad. La libertad sólo existe en presente, no debe
ser añorada o postergada, eso sería desvirtuarla. Si la sentimos de manera fragmentaria es porque
está en peligro de ser destruida por completo. Libertad: límite equilibrado
entre lo más profundo y lo exterior del individuo; frontera entre la ética, la
vida colectiva, el bien social.
Única frontera im/posible del autor
para crear sus personajes.
Con esto quiero significar que, a pesar del método y
del personaje, Giuseppe Tartini, concentrados en este libro de Pérez Zúñiga, no
estamos ante una habitual novela histórica, aunque nada pierde si así la designaran los periodistas. Es más: bien
puede ser calificada como futurista o fantástica (su observador la dirige desde
el siglo XVIII; pero también desde hoy y desde otro futuro)
Bastaría recordar a Juanmaría, el protagonista de Santo diablo, en quien renace la
obsesión por la libertad, la revolución y la justicia, quien va al sacrificio
aunque descrea en lo hondo del sueño revolucionario. El supremo ideal de la
libertad lo conduce allí, pero el hombre no es ajeno al incierto alcance del mismo.
O recordar la
fusión (¿qué nos impide -un papel celofán, un gel, un cristal, nada- atravesar la muerte, reconocernos en su
cotidianidad?) del presente y sus dispersiones espaciales y temporales, como
ocurre al niño de El segundo círculo,
para saber que Pérez Zúñiga nos sumerge en la sustancia del tiempo, del mismo
modo como pudimos percibirlo en las imágenes últimas del film 2001: una odisea del espacio.
El juego del mono, con sus personajes sórdidos y su paisaje, bien puede
ser una síntesis de nuestra realidad actual: des/enseñanza en los colegios,
drogas, trampas, hipocresía, inocencia. Pero su solo título ya nos hace
revertir el juego supremo de Hermann
Hesse (la virtualidad de religión, política, música, matemáticas) en la exacta
perfección formal del error, de la cotidiana perplejidad.
Me estoy extendiendo demasiado y ahora quiero volver a
las páginas que leerán ustedes: este Tartini. En efecto, el personaje vive en
una eterna fuga (desde su hogar, desde el convento, de una ciudad a otra, de un
concepto de la música al nuevo, según él), pero también la novela está
compuesta como un prolongado contrapunto, cuya solución es la vida misma: el
contrapunto entre el Vasto Espíritu (del mal, de la sabiduría, del tiempo) y la
experiencia de un hombre.
No estamos ante una habitual novela “histórica”, dije
antes. En principio porque ha sido escrita por un artista que sabe des/hacer la
prosa.
Sí, por supuesto, una novela parte de una o varias
vidas que están en la realidad de acá (en los sucesos diarios, en la política).
Y así, al sintetizarlas, puede construir
otra figura compleja. Lo vemos en Dickens, James, Proust y Thomas Mann.
Incluso, un hombre común o “histórico” pudiera ser ese modelo que, al
convertirse en personaje novelesco, adquiere dimensiones inesperadas.
Todo lo contrario ocurre cuando el novelista aprisiona
en su obra a un hombre o una mujer concretos. Sobre todo si los identifica con
nombre y apellido. Entonces, queriéndolos ampliar, va reduciendo, bajo su
inexorable percepción, los clava como a
un insecto en una imagen que, con los días o los años, paradójicamente se
estrecha cada vez más. (Ya mencioné al muy limitado Napoléon de Guerra y paz o al de Los miserables)
En el Tartini
de Ernesto su estirpe viene resguarda
por ficciones puras sobre planos de la Historia. Entre ellas, las Etiópicas
de Heliodoro de Emesa, escritor sirio, que escribe en griego, en el siglo III
d.C. Y donde, sobre un tapiz de guerras, la pareja de Teágenes y Cariclea lleva
al paroxismo una defensa de la mutua virginidad.
Salammbó,
publicada por Flaubert en 1862, que prefiero a Bovary, aunque mis amigos se
hayan burlado siempre de tal preferencia. Y cuya cumbre, el choque entre la
lujuria y lo sagrado, sea más relevante que los detalles de la primera guerra
única en el Cartago del siglo II.
Memorias de Adriano, editada como folletín desde 1948 y recogida en el
famoso libro de 1951. Triunfos políticos, amores, amistad, arte, poesía, viajes
son evocados por el emperador ante la proximidad de la muerte. “Cuando no hubo
dioses ni Cristo, sino el hombre solo, entre el lapso de Cicerón y de Marco
Aurelio, alguien afronta esa soledad, esa melancolía” parece decirnos
Yourcenar en esta novela.
Los idus de marzo (1948) de Thornton Wilder en que, de nuevo, se evoca
o se vislumbra la muerte de un emperador. Reveló el autor que, para escribirla, había utilizado cartas y
documentos de Hitler y Mussolini. Y no obstante, él mismo ha confesado que se
trata de una “fantasía”.
Cumboto (1950)
de Ramón Díaz Sánchez, en que se despliegan los días de la esclavitud en las
costas venezolanas, junto a misterios y ritos negros. Pero allí un idilio
mestizo irradia con mayor energía que todo aquello.
Son muchas más, pero esas resultan ser mis
predilectas. Como el presente Tartini de Ernesto Pérez Zúñiga. Ésta y
aquellas bien pueden ser llamadas novelas “históricas”, pero casi estoy seguro
de que nadie vuelve (volverá) a leerlas sólo por sus detalles o personajes
históricos.
En este Tartini, como es obvio, nos interesa el
proceso de una vida y, sobre todo, el vínculo entre esa vida y, ya que la
leyenda lo exige así, la tentación, el Mal. Si antes destaqué el pulso de Pérez
Zúñiga para crear personajes femeninos, ahora remarco el poder de su escritura
cuando crea a Juanmaría o a su Tartini.
Ese interés quedará satisfecho con algunas
metamorfosis, experimentadas por dos sus protagonistas, en el tiempo y en
sitios identificables ayer y hoy. Pero es la clave lanzada desde el título el
punto donde la figura de Tartini, la vida y el arte de Pérez Zúñiga, el
complejo camino hacia los símbolos y su encarnación vulgar, lo común de
nuestras vidas, todo ello, se convierte en un gran tema de hoy.
Ha hallado Ernesto la manera de mostrarnos una de
aquellas posibilidades que la narración permite como superación de la simple
“novela histórica”: a través de un pequeño individuo, músico grande, pedante
pero inseguro y la oscura eternidad que lo mima, lo avasalla. ¿No se trata
acaso de un género novedoso y aún escaso: el de la nivola, el de la
filosoficción, el de la informatificción? (Uso estos términos mientras encontramos otros más exactos o eufónicos)
Al contrario que en sus otros libros, donde el ascenso
anecdótico nos deslumbra al final, aquí la trama se establece con pasajes
domésticos y sobrios e intensos momentos de temblor. Dentro de estos últimos
destaco el episodio del duelo violinístico entre dos grandes: Tartini y
Veracini. Son páginas que arden y suenan, mientras los dos genios desafían a la
belleza, la libertad y al mal
compitiendo. La escena es deslumbrante porque allí afrontamos a la imaginación
pura de Pérez Zúñiga.
(Imaginación que nos ha venido proponiendo desafíos
como estos:
- “tarde o temprano a todos la desdicha nos iguala”.
-“Mi propio nombre también es un disfraz”.
- “Pisé la estrecha senda de la perfección, donde no
hay nada, nada, nada”.
-“Misteriosas voces parecen vivir en los sucesos
sonoros”.
-“¿Qué es un amor realizado salvo esto?: orbitar en
torno al amor al mismo tiempo que el amor orbita en torno de uno”.
-“Escuchábamos sin párpados”.
-“Siempre, detrás de una gran ambición, nos espera,
oculta, una gran ironía”.
-“Su profundidad no debe nada a nadie”.
-“No es el hombre el que necesita ser redimido en este
mundo sino el mismo Dios”.)
He imitado el método del novelista al alternar algunos
asomos o percepciones sobre este libro, tal como en el movimiento fugado de una
pieza pudieran ser alternadas las voces.
Porque el gran tema propuesto con el título del libro
va disminuyendo en orquestación y
sonoridad desde que se enuncia: en efecto, Tartini desarrolla procedimientos
nobles y establecidos para componer y en ese aspecto la novela rinde tributo al
arte de la composición. A la fuga.
Luego advertimos que el protagonista no cesa de
moverse, con o sin razones; de manera justificada o absurda: su conducta puede
ser una incesante fuga emotiva o intelectual.
Pero nosotros, los de hoy, al leer, quizá no
advertimos que más allá de la
fascinación por el arista, por su música y sus avatares, también vislumbramos
algo que nos perturba en esa movilidad: ¿por qué ese impulso incesante –en él; hay un real cambio al cumplirlo –en él; qué
nos impele, persigue o amenaza –a nosotros? ¿Huimos al movernos o dentro de
nuestra vida fija, anclada en un apartamento, en la oficina, en una calle? ¿En
estos tiempos, qué nos desaloja? Viajamos, nos divertimos, somos diferentes
¿nos acosa un complejo de ser lo mismo?
¿No consiste la emoción, el secreto, la imposibilidad o la realización de la
fuga en un centro mayúsculo de lo que somos simplemente? ¿Sólo nos queda la
fuga –real o imaginaria- como forma de libertad?
¿Cuánto de Tartini o de la iluminación que nos trae
Pérez Zúñiga podemos comprender?
Y ya que hablé de informatificción, ¿no pudo ser esta
novela escrita por nuestro José Antonio Ramos Sucre: para quien “el mal es un autor de la belleza”?
lunes, 28 de octubre de 2013
miércoles, 23 de octubre de 2013
TARTINI EN EL BAR “Q” DE SHIBUYA —a propósito de La fuga del maestro Tartini de Ernesto Pérez Zúñiga— Ednodio Quintero
1.
Mi
primer encuentro con Giuseppe Tartini (1692-1770), el genial
violinista del barroco italiano, tuvo lugar allá por 1983 en una
ciudadela melómana del barroco tardío: Mérida, mi herida. En
aquella década ochentosa, perdida para la literatura pero ganada
para el ocio creativo que lanzaba ondas hacia un futuro incierto,
pasaba yo las horas y los días escuchando música de rock, Pink
Floyd y otras malas juntas, y la así llamada música clásica con
predominio casi total del gran maestro Johann Sebastian Bach y sus
cantatas magistrales. Por una de esas afortunadas coincidencias
astrales unida a mi golosa curiosidad descubrí a Tartini, me fascinó
su fáustica leyenda y caí en las redes de sus sonatas para violín,
en particular “Il trillo del diavolo” y “Didone abbandonata”.
En ellas encontraba resonancias del “demonio” que tantas veces me
había tentado y de la infortunada amada de Eneas, que era apenas una
muestra de mi desbordada pasión por la mitología grecorromana. Que
un joven Tartini hubiera tenido un sueño con el diablo en el cual el
Familiar, como lo llaman en el páramo de Trujillo, interpretó en el
violín del atribulado soñador una melodía imposible, y que Tartini
al despertar se hubiera visto en la alternativa de abandonar su
prometedora carrera al sentir que nunca alcanzaría el grado de
perfección de aquel señor venido de las tinieblas infernales, a mí
me fascinó. En mi melomanía de aquella época, cada vez que salía
al campo o a la selva en mis labores de Agrimensor —en mi
particular y profesional puesta en escena de El Castillo de
Kafka—, llevaba conmigo un par de cajas con cintas grabadas para
escuchar en mi walkman la música que me hacía soñar. Y una noche
de aquel año, en el bosque nublado de La Azulita, embutido dentro de
mi sleeping, me quedé dormido escuchando “Il trillo del
diavolo” de Tartini. Ah, y tuve un sueño, señoras y señores, un
sueño espectacular que nunca olvidaré. No soñé con el demonio ni
tampoco con Tartini, soñé con un simpático astronauta, con maneras
de homínido y rostro de Neandertal, venido de un planeta muy lejano,
que me entregó un precioso presente: una pequeña escultura de un
animal parecido a una danta, y para corresponder a su gesto le regalé
un busto en miniatura de Beethoven. Apenas estoy esbozando un sueño
que siempre me ha intrigado. Y ahora, treinta años después,
encuentro en la estupenda novela de mi súper amigo Ernesto Pérez
Zúñiga una frase que me da una primera pista para comprenderlo:
“Pobre Giuseppe, acaba de nacer Beethoven” (p. 388).
2.
En noviembre de 1988, esta vez sin percibirlo a primera vista, tuve
un segundo encuentro con Giuseppe Tartini, es decir con un trasunto
suyo, quizá con su doppelgänger. En una plaza de Madrid conocí a
Ernesto Pérez Zúñiga, un joven elegante en sus 27, vestido con un
sobrio y gris plateado gabán inglés y un sombrero Borsalino. En
lugar de un violín portaba un portafolio repleto de libros, y para
despistar se dedicaba al noble arte de la edición. Por una de esas
afortunadas afinidades electivas nos convertimos desde el primer
momento en amigos, en Altos Panas, hasta el día de hoy. Hemos
coincidido en Guadalajara, Chilangolandia, Mérida, Sevilla y Madrid
en diversas y muy variadas circunstancias, compartiendo gustos, vinos
y lecturas, disfrutando la alegría de vivir. Nuestro penúltimo
encuentro se produjo el año pasado en la canícula de Tokio, la
ciudad de mis amores, que también a Ernesto ha hechizado como si un
cupido nipón lo hubiera herido con un dardo untado con el aceite de
un pez llamada fugu. Subía yo cerca del amanecer por las
escaleras de un antro subterráneo de Shibuya, llamado Bar Q, colgado
del hombro finamente torneado y casi transparente, con textura de
piel de cebolla capaz de producir escalofríos, de una chica
deliciosa que acababa de conocer y que dijo llamarse Annabel Lee, una
china recién llegada de Shangai, cuando vi entre la niebla vaporosa
de mi embriaguez a Ernesto trajeado con su ligero gabán y su
sombrero Borsalino. Recordé entonces que en su inolvidable viaje a
Tokio mi amigo del alma había frecuentado aquel mítico bar, y
entonces para que el hechizo no se rompiera opté por saludarlo
ligeramente con una inclinación de mi Stetson y Ernesto me brindó
una sonrisa cómplice.
3.
Dicen que a la tercera va la vencida. Siempre quise escribir un
relato que diera cuenta de mi sueño con Beethoven y el astronauta,
inspirado en la sonata de Tartini —inspirada en su sueño con el
Enemigo Malo. Y para mi alegría y contento, aparece este regalo de
Ernesto: su última y estupenda novela: La fuga del maestro
Tartini. Será mucha la tinta que se derramará hablando de esta
opera magna de Ernesto Pérez Zúñiga, muchos los tuits, las
menciones en facebook, incontables los emails. Mi visión será (es),
sin embargo, íntima y particular, y en ella se me hace difícil
separar al autor —que en mi universo personal representa uno de mis
personajes favoritos— del supuesto biografiado, el maestro Tartini.
Para empezar, no estamos en presencia de una novela histórica al
uso, aun cuando aparezcan incontables hechos cuya “realidad” se
pudiera constatar. El autor se sumerge en un proyecto ambicioso y
riesgoso en el cual lo estrictamente histórico es apenas la armazón
o la excusa para exponer una teoría de la novela y llevarla a la
práctica. La narración de los hechos, reales o imaginarios, resulta
amena, rica en matices, salpicada de humor y erudición, con toques
de picaresca, y es conducida como si se tratara de las verdaderas
memorias de Tartini transcritas por uno de sus más fervientes
admiradores… Pero… al mismo tiempo, en capítulos alternos
aparece otra voz que va cuestionando lo escrito por Tartini,
ampliando y matizando su testimonio. Y esta otra voz va adquiriendo
protagonismo, y el lector que va entrando en el juego, en aquel
“contrato” del que hablaba Cortázar —lanzado por el corredor
del lenguaje, lo que hace que la novela se lea casi sin pausa—, el
lector, digo, percibe que esa otra voz proviene del pacto fáustico
que desde su juventud signara el destino del genial músico. Y así,
cuando ya nos hemos familiarizado con el espíritu o demonio que
contribuye a enriquecer la narración, y en cuya exposición no hay
lugar para los límites pues su mirada todo lo abarca y su atributo
principal como la de su contrario (a quien solemos llamar Dios) es la
omnipresencia, caemos en la cuenta de que aquel demonio, al igual que
los diablos que escucharon a Orfeo tocar su lira en el infierno, está
enamorado de la música. Y por esa razón dedica toda su energía en
proteger a su elegido: Giuseppe Tartini.
Confieso que disfruté como un macaco la lectura de La fuga del
maestro Tartini. Devoré las 446 páginas en cinco días. El
ejemplar quedó lleno de anotaciones y subrayados, que algún día
comentaré in extenso con Ernesto. Viajé por Padua, donde saludé a
San Antonio, patrono de las solteronas, desayuné en Pirano con la
madre de Giuseppe, tan parecida a una mater dolorosa, en Venecia
paseé en una góndola conducida por un monje loco disfrazado de
arlequín, luego en Praga acompañé a Tartini en una de sus veladas
con Mayerink (o quizá en una homónima creación: Meyrink, sí, el
autor de El Golem, aunque esta inquietante novela no se
escribiría hasta tres siglos después, pero esta licencia forma
parte del juego atemporal de la novela de Pérez Zúñiga, una de sus
estrategias narrativas), y en todas partes resonaban las melodías
dulces, arrebatadas y dramáticas de Albinoni, Salieri, Vivaldi,
Uffenbach, Veracini. En las habitaciones que compartieron durante
años se escucha el violonchelo del virtuoso Antonio Vandini, su
mejor amigo. “Los músicos, ángeles aprendices de hombres” (p.
324).
Aunque la primera juventud de Tartini está signada por su afición a
la espada y la fuga de su nido paternal, muy pronto el espadachín
dará paso al músico genial. Y su vida, expuesta en sus detalles más
significativos en la novela de su alter ego Pérez Zuñiga, es un
ejemplo de una existencia febril y aventurera, salpicada de eventos
únicos, trágicos, cómicos, propios de su tiempo pero que a la
larga nos resultan familiares. Desde sus amores a los 18 años con
una chica tuerta hasta su pasión senil por una huérfana de apenas
13 años, sin olvidar su grande y controvertido amor de medio siglo
por su esposa Elisabetta, la que merecía una sonata que nunca
escribió: “Elisabetta abandonada”, que en compensación le puso
los cuernos con su hermano arcipestre Antonio Tartini y con el otro
Antonio, Vandini, su mejor amigo, el eros de Giuseppe se corresponde
con la visión hedonista y gozosa de su biógrafo, aprendiz de santo:
Ernesto Pérez Zúñiga.
Hay muchísimo más en esta novela para melómanos, filósofos y
taxistas melancólicos: momentos de sublime poesía y de literatura
pura, anécdotas divertidas y bizarras a montón, reflexiones,
incursiones en el esoterismo astral, guiños a la modernidad y a la
música contemporánea (Tom Waits, ¡Thelonius Monk!), toques de
ironía, muestras palmarias de la madurez del autor como narrador,
todo un universo de temas y motivos, aquello que hace de la novela un
género único, singular. Pero no me voy a extender pues la idea de
esta lectura es la de convocar a nuevos y múltiples lectores, aunque
no puedo resistir la tentación de citar una frase hacia el final (p.
422) cuando el demonio o Ernesto, o el demonio Ernesto, da igual,
dice, como resumen de la vida de Tartini: “Aparte de algunas
sonatas, la amistad es el mejor de tus trabajos”. Y para cerrar,
esta preciosidad que se puede leer como un autorretrato de Giuseppe
Tartini o de Ernesto Pérez Zúñiga, da igual, el retrato de un
artista: “…un animal andante y melancólico que se mira en un
largo espejo (el espejo del tiempo, digo yo), consciente de su propia
muerte, sin dejar por ello de caminar y de celebrar la belleza del
mundo” (p. 359). Y así, aunque el anhelo fáustico no se extinga
del todo, la vida como una oportunidad única y unánime de
celebración se manifiesta en el arte, vale decir en la música de
Tartini, vale decir en la novela de Ernesto.
Mérida,
6 de octubre de 2013.
martes, 22 de octubre de 2013
La música binaria de Ernesto Pérez Zúñiga. Juan Carlos Chirinos
Y,
parafraseando el famoso verso de John Ashbery, pienso que mi furioso viaje
hacia esta novela comenzó en 1996, cuando decidí irme a Salamanca a
reencontrarme con esa parte de mi identidad que, precisamente, salió de esa
ciudad en los sueños de Cristóbal Colón a finales del siglo xv. Pues sin ese
viaje de estudios y recuperación que me llevó cuatro años a la hermosa ciudad
castellana no habría coincidido con la sabia y sabrosa inteligencia de Ednodio
Quintero y, en consecuencia, no habría conocido a Ernesto, varios años después,
una noche madrileña en Lavapiés, ni hubiéramos empezado esta frecuencia que ha
sido de risas, y libros, y afecto, y música, y más libros, que es lo inevitable
cuando se trata con una persona de su naturaleza: de la naturaleza de la generosidad.
Pero
la cosa habría sido peor: sin todo este periplo vital que me ha llevado de
Valera a Madrid quizá no habría gozado del privilegio de «ver nacer» a ese
escritor cada vez más sólido e interesante que se manifiesta en cada novela
suya, desde Santo diablo hasta este
nuevo título que hoy nos convoca. Qué interesantes, pero qué interesantes han
sido estos diez años, la verdad sea dicha. Y no creo, ni muchísimo menos, que
nada de esto sea de mal augurio, sino todo lo contrario: el futuro se presenta
auspicioso y pleno de sabrosas lecturas. Es el futuro de un novelista, que se
bifurca sin cesar.
Y
me ha ocurrido con esta novela como me ha ocurrido con las novelas anteriores
de Ernesto; el autor suelta un hilo en las primeras páginas y a medida que uno
lee ese hilo engorda y adelgaza y se esconde y asoma la cabeza, pero sigue ahí,
avisando de que hay una voz firme que está dispuesta a dejarnos entrar, sí,
pero también que exige el precio de ese goce: la entrega total. Nosotros, los
lectores de las novelas de Ernesto Pérez Zúñiga, cuando leemos ejecutamos un
ejercicio de despojo. Y eso es lo que nos hace regresar a sus páginas.
En Santo diablo, su primera novela, el
recuerdo doloroso del primer tercio del siglo xx, una época que aún ejerce una
poderosa influencia en el inconsciente colectivo de España, palpita ese hilo,
guiando a los personajes —y al lector— por una época que ya entonces, además de
bullir de crueldades e injusticias de los poderosos sobre los menesterosos, y
la rebeldía de estos, estaba llena de fantasmas; y tal vez por eso, su segunda
novela, El segundo círculo, es una
aterradora fábula donde la normalidad de nuestra vida contemporánea se ve
fracturada por «mañas» que vienen del pasado y que son demasiado peligrosas
para nuestra blanda manera de vivir, porque el erotismo, sobre todo cuando hay
fantasmas merodeando, desgarra. Y desgarra de verdad. Pues los fantasmas de El segundo círculo son de una naturaleza
especial, como lo dije en su momento: “son unos espectros
algo diferentes a los que estamos acostumbrados: no aquellos dispuestos a
matarnos de un susto (ya saben que nos asustamos: son fantasmas), sino aquellos
que añoran el aroma de la piel y la textura de nuestros músculos para fornicar.
Son espíritus lujuriosos que buscan el intercambio sensual, en el sentido pleno
de la palabra. Y no son esos que quieren «volver» a ser vivos, sino aquellos
que disfrutan excitándonos, y excitándose.” En cambio la
tercera novela, El juego del mono,
literalmente sumerge al lector en un inframundo que es el delirio de un
personaje pero también la contraparte de un mundo que lo agobia, el universo
literario que cuenta un mono, que es un preso, que es una voz: que hace una
novela.
En La fuga del maestro Tartini hay una
propuesta completamente nueva, pero que es, creo yo, consecuencia del camino
que el Pérez Zúñiga novelista emprendió hace ya más de una década: Esta novela
está viva. En esta novela se desarrolla una particular teoría de los afectos
que quiero reflejar en una frase de la novela y en una idea de la que se habla
allí. La frase es un haikú que salta a los ojos si aviso previo inundando la
lectura del siempre necesario ambiente lírico: “Los anfibios viven en los
sueños; sus colas de anguila agitan el agua” (p. 178). Y la idea, el narrador
la pone en escena más adelante; “me ocurre aquí como en la música. Cambio de
estilo cuando estoy triste. Esa es mi teoría de los afectos, lo que tanto he
intentado enseñar a mis alumnos (…) Aprende (…) los lances más difíciles, para
luego aplicarlos a cada tipo de personalidad” (p. 250).
En
estos dos elemento, estimo, yace uno de los principales pivotes de la novela o,
al menos, una de las numerosas maneras que existen para acceder al discurso
último del texto. Pues cuando comencé a leer la novela, a percibir los
cambios de voces, los cambios temporales
y la sucesión sin tregua de episodios de la vida de Giuseppe Tartini, sospeché
que algo no estaba funcionando bien en mi cabeza, y que se debía a la propuesta
que me estaba haciendo la novela y que, como lector torpe y primerizo no
terminaba de captar en las primeras páginas. Entonces pensé en Spengler, y en
Mann, y pensé en las disquisiciones temporales de Agustín de Hipona. Pero no
hallaba ese hilo que en todas las novelas que he leído de Ernesto se asoma y se
esconde, juguetón, pero firme. Sí, era la vida del músico italiano la que
servía de telón de fondo, pero también su música, y la reflexión vital que todo
ser vivo con un mínimo de sensibilidad no puede evitar hacerse cuando descubre
que el mundo es ancho, sí, pero hostil.
Seguí
leyendo y descubrí una trampa, una trampa que no puede ser inocente y en la que
el lector descuidado caerá y se equivocará muy mucho, aunque crea para siempre
que tiene razón. La novela sigue, de manera binaria, una estricta cronología;
por un lado, la del aproximadamente último año de vida de Tartini, entre 1769 y
1770, en la que “en teoría” se está escribiendo la novela; y por otro, la que
comienza con su nacimiento y va avanzando por entre los episodios de mayor
calado, y algunos menos importantes, de su vida. La primera cronología
convierte la novela en unas memorias literarias ficticias muy cercanas a un Tristram Shandy, por ejemplo; la segunda
cronología de ese binomio temporal, en cambio, hace que La fuga del maestro Tartini sea una novela de aventuras que no da
tregua al lector, y que le asegura muy pocos, o ninguno, momentos de tedio.
Porque cuando un músico también es espadachín, ya no habrá paz en esa casa. Dos
cronologías para una novela musical que es una fuga: ¡lo que hubiera hecho
Johann Sebastian Bach con un material así!
¿Y
el haikú? Lo repito: “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila
agitan el agua”. Lo releo, y pienso que es una lástima ejercer de intérprete
del arte, porque uno se condena a decir groseramente lo que ya el artista ha
dicho con nitidez. No en balde, en sus cartas, el filósofo holandés Baruch de
Spinoza le insistía tanto a sus amigos que para entender su famosa Ética
demostrada según el orden geométrico bastaba con leer con atención la primera
proposición. Pero como a los demás nos cuesta captar a la primera, era y es
inevitable que tengamos que leer todo el libro. “Porque todo lo excelso es tan
difícil como raro”, concluye su libro Spinoza, no sin cierto orgullo –y muy
sobrada razón. Así, pues, si yo cito en la novela de Ernesto, “Los anfibios
viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua”, ya debería ser
suficiente para mí; pero como estoy condenado a interpretar, me siento empujado
a decir que el doble lugar de los anfibios, los sueños y la vigilia; el aire y
el agua, apunta con hermosa y oriental sutileza a lo que ya he señalado arriba
con las cronologías dobles de la vida de Tartini: que la novela está al menos
en dos lugares al mismo tiempo: ahora y antes, pero también mañana.
Y
hay dos voces. Una de ellas es la de Tartini; la otra es una muchedumbre; la
otra es el diablo, y Berloc, y el narrador pero también el autor. Y vuelve la
noción binaria: 1 y 0; la voz del uno, y la voz de todos. Quizá por eso hasta
Bart Simpson asoma la cabeza y lanza su mantra fundamental: “anda y
multiplícate por cero, que soy yo”( 423).
Algún
hado malo ha tenido la mala intención de lanzarme a vivir en estos tiempos
interesantes y yo se lo agradezco. Sobre todo, porque me ha permitido conocer
escritores y amigos como Ernesto Pérez Zúñiga. Y porque me ha permitido asistir
al nacimiento y desarrollo de un discurso novelístico que con esta novela
confirma su solidez y versatilidad, su riesgo, su enorme riesgo, y su valentía.
Yo no les recomiendo que lean esta novela porque no se puede; esta novela, ya
lo advirtió Bauman, hay que beberla a grandes sorbos, porque el líquido que la
conforma es multisápido y trae enormes cantidades de veneno para el
entendimiento; alucinógenos para la memoria y frases hermosas para los ojos.
Corran, pues, y beban con gula.
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