lunes, 30 de diciembre de 2013

"Es la mejor novela que he leído en años". Inma Chacón recomienda en Navidad: La fuga del maestro Tartini

1. La fuga del maestro Tartini, de Ernesto Pérez Zúñiga (Alianza Editorial). Es la mejor novela que he leído en años: me fascina cómo el autor se ha colado en el alma del violinista, cómo se ha vestido de su piel y se ha empapado de su soledad, de sus sueños y de su melancolía.

http://cincodias.com/cincodias/2013/12/20/sentidos/1387561794_294509.html

viernes, 29 de noviembre de 2013

Entrevista de Emma Rodríguez en Letras sumergidas

http://lecturassumergidas.com/2013/11/22/ernesto-perez-zuniga-cuando-me-deprimo-cojo-un-libro-de-valle-inclanb/

Entrevista de Antón Castro en el Heraldo de Aragón

http://www.heraldo.es/noticias/ocio_cultura/cultura/2013/11/26/quot_diablo_tartini_interior_quot_258425_308.html


Entrevista de Juan Carlos Morales en Libros de Arena

http://www.rtve.es/alacarta/audios/libros-de-arena/libros-arena-ernesto-perez-zuniga-fuga-del-maestro-tartini-16-10-13/2068345/

Entrevista de Carmen Sigüenza: El poder transformador de la belleza

http://www.ideal.es/agencias/20130919/mas-actualidad/cultura/el-maestro-tartini-perez-zuniga_201309191612.html

Entrevista de Karina Sainz Borgo en Vozpópuli

http://vozpopuli.com/actualidad/32684-perez-zuniga-la-fuga-del-maestro-tartini-es-una-historia-contemporanea

Entrevista de Marta Robles en Efe: Tartini entre comillas

http://www.ivoox.com/entre-comillas-n-30-audios-mp3_rf_2601266_1.html

lunes, 18 de noviembre de 2013

La sonata de un sueño, de Guillermo Busutil


La fuga del maestro Tartini, por María Méndez.

http://resenyasliterarias.blogspot.com.es/2013/11/la-fuga-del-maestro-tartini-de-ernesto.html

Giussepe Tartini fue un virtuoso violinista y compositor del barroco italiano, autor de la famosa sonata “El trino del Diablo”. Siglos después, un día del año 2006, esta pieza sobrecoge a Pérez Zúñiga, y le lleva primero a investigar sobre el músico y luego a escribir la novela.


La acción se sitúa entre los años 1769 y 1770. En los últimos meses de su vida, Tartini apenas duerme, pues “es la ansiedad de no morir la que lo mantiene despierto”. Por una macabra paradoja, la gangrena se extiende por su brazo derecho, el mismo brazo con que manejó magistralmente tanto el arco de su violín como la espada de su juventud apasionada. Ya muy enfermo, escribe sus memorias.

Escrito en primera persona y en presente, el texto tiene dos voces narrativas: la de Tartini, que se sitúa en el siglo XVIII, y la del autor, que narra desde nuestros días. Éste último aporta una visión estereoscópica al relato, pues “se convierte” en caballo, o en soldado, o en cuerda o en viento o en cualquier cosa o persona que el autor pueda utilizar para 'inventar' justificaciones o visiones complementarias de los hechos que ha narrado ya, o que va a narrar a continuación.


La lectura nos lleva hasta excusar, o al menos comprender, cada vez mejor al personaje, tan humano, tan honesto consigo mismo y por eso mismo, tan egoísta. Es la egolatría del creador, del artista, que le lleva incluso a traicionar y herir a los que más quiere. Tartini elige un destino intenso y desprecia al cobarde “que no ha sabido ser libre” (pág. 342), pero piensa que solo pudo componer su mejor obra (las 'Sonatas del Tasso') “... porque estaba libre de sí mismo y sabría recoger lo que todos compartimos: el sueño de la aventura y el regreso” (pág 358).
El sueño es una constante de esta novela. A nuestro protagonista le inquieta haber compuesto “El trino del Diablo” después de haber oido la música de un sueño de juventud (pág.122), y pone en boca del protagonista varias veces que “Uno es lo que sueña, fue lo que hizo, será la unión de obra y sueño”. El relato, una autobiografía novelada, está repleto también de ensoñaciones poéticas a modo de efectos especiales, que aportan acción al texto con acierto.
El lector además asiste al proceso de creación de la novela por parte del autor. Por ejemplo, en la página 134 leemos “...esa sonata que transcribiste al despertar, la 'Sonata en sol menor', fue la que me hizo fijarme en ti mucho antes de que existieras y anduvieras en estas palabras, Giuseppe; no sigo las reglas aparentes del Tiempo, viajo aquí y allá,...” (pág 134). Incluso compartimos la propia investigación del autor, como cuando está documentándose en la iglesia de Asís en la que trabajó Tartini y hace un paralelismo entre la fe en el poder de los santos y en el poder de “los superheroes soñados en Estados Unidos...” (pág.105).

Este libro tiene dinamismo, color, sorpresa narrativa, personajes afilados, universos de ligereza y melancolía redondos en su ritmo. Gustará sin duda a los amantes de la belleza poética y de “la gran transformación que es siempre interior”.

En la página 401, Tartini dice que “es una lástima no ser consciente (…) sino al final de la vida”, pero quizá es el esfuerzo de escribir la verdad propia, la palabra escrita, la que nos hace conscientes; si así fuera, todos estamos a tiempo.

María MÉNDEZ

martes, 29 de octubre de 2013

"Una tarde con Tartini", por JOSÉ BALZA. Leído en Caracas, el 20 de Octubre, en la Librería Lugar Común

UNA TARDE CON TARTINI

El siglo XXI me trajo una de las noches más completas que he conocido. Fue la del 20 de octubre en el 2004. Primero, porque efectivamente me retiré al hotel a las cinco de la mañana, después de incesantes copas, de conversaciones como diamantes y porque dentro del grupo de sus amigos (Nicolás Melini, la joven africana Mama, venida del Casamance), Juan Carlos Méndez me presentó a Ernesto Pérez Zúñiga.
Al despertar encontré la misma agudeza de seda que tenía su conversación en los poemas y cuentos de sus libros iniciales (2002) Calles para un pez luna  y Las botas de siete leguas.
Desde entonces he sido su maniático lector. Poesía y ficción, en él, son para mí verdaderas compensaciones en este vasto y extraviado mundo de la lengua española. Narrar como si se pudiera (él puede) encontrar palabras comunes pero no dichas; narrar complejas historias que se deslizan desde y hacia sus más inesperados ángulos: he allí una de las razones para esa aludida recompensa.
Su primera novela, Santo diablo, es un gran mural sobre las luchas sociales en una provincia imaginaria. Diversas realidades narrativas le dan cuerpo: los cultivos y la tierra solitaria, los difuntos que mueven cacharros en las casas, política y supersticiones. En otro lugar he destacado cuán diestra es la mano de Pérez Zúñiga para crear sus mujeres, como las de ese libro. Su héroe es una excitada presencia de inclinación revolucionaria, de angustia ante  lo erróneo de la misma  y la necesidad de justicia.
Su nueva novela, El segundo círculo, título de inspiración dantesca, se me ha convertido en una obra de terror incomparable, natural y elusiva. El argumento hace convivir a unos niños, junto a sus padres, en un modernísimo lugar de vacaciones. Esta vez los muertos son cotidianos y transparentes, saben de las estrellas de cine (Brad Pitt, Marilyn) y realizan el sacrificio ritual sin que podamos renunciar a la complicidad.
En la tercera novela El juego del mono, alguno de sus personajes anota: “Quiero escribir lo que me ha dicho esta noche ese loro, ese pesado: el inconsciente”. Gibraltar, el Peñón, un recorrido por sótanos, prisiones, sueños, borracheras y el azogado movimiento de los monos determinan un libro de suspenso y análisis.

Así que estamos ante la cuarta novela de Ernesto Pérez Zúñiga, La fuga del maestro Tartini, que podemos comenzar a leer desde hoy. Fue escrita durante seis años, entre el 2006 y el 2012. En ese lapso, cuando Ernesto me concedió el privilegio de leer sus originales le escribí estas líneas:
Sí, querido Ernesto, ya he leído tu sonata y fuga. Un libro abismal. Te consumió años y propició viajes y no sólo te transformó en el músico sino que éste termina meditando mil cosas tuyas, como debía ser después de tan prolongada vigilia (o sueño).
También es un libro de fascinante erudición (maderas: bosques, instrumentos; historia e invención: fuerza y dilución de las tradiciones expresivas, retratos –Veracini, Vivaldi, Marcello, Albinoni, etc-; calles minuciosas, ciudades, edificios, casas, comidas, ropa: una verdadera reconstrucción del XVIII, desde el cual crece el alto relieve de las grandes personalidades en tu novela: Tartini y su chelista, Berloc o el recóndito testigo, Elisabetta y las otras, madre y hermanos.
Un dinámico empleo de  cronologías: la del testigo actual (la del infinito y proteico Berloc), aquella que conduce la mano manchada (Tartini escribiendo su vida) y la de los sucesos “reales”. Sobre estos van acercándose los orígenes del músico y su final o su presente. ¿Cómo no enloqueciste cambiando de una a otra? Porque el equilibrio entre ellas es admirable.
Un libro muy diferente de tus otras novelas y sin embargo unido, por lo menos, a dos de tus fuertes obsesiones: una tónica: la pasión por la figura Sombría, y otra compositiva: la narración descompuesta desde un enigmático observador.
Me dejo llevar por los trozos de registro mayor (que cada lector sentirá, a su elección,  en diferentes zonas del texto): la percepción de “la música de los sonidos”, la magnífica tensión del carnaval, el encuentro con Veracini –sobre todo después de eso; el sello de sangre, la preparación para la muerte. Y, desde luego, por el diálogo permanente entre tu historia y diversos creadores: Leonardo, Mann, Kafka.
En fin, querido Ernesto, un gran libro, flexible –inesperadas variaciones sobre su protagonista, sobre nosotros los de hoy;  interrumpible –porque están bien aplicadas las resonancias de Dickens: volver a puntos clave de la acción, a resumir cada cierto tiempo esas pequeñas señales que cobran fuerza como carne y pasado de cada personalidad.

Como lo he dicho en diversas oportunidades, desconfío de la llamada “novela histórica”. Creo que el sentido de la ficción es despertar, a través de personajes, situaciones y tramas, contenidos no visibles de la condición humana. Aunque el sentir de Edipo o de Electra está en el origen sólo hemos podido fijarlo cuando un trágico griego lo revela o cuando Freud lo devuelve al inconsciente y viceversa. La libertad o la maldición de elegir, el reino de la duda, nos cercan a cada minuto, pero nunca nos hacen despertar como cuando Hamlet los convoca. La multiplicidad que somos (intestino e ideal, valentía y burla, gordura y delgadez simultáneas, etc) se hace implacable después de que Sancho y el Quijote  asoman en nosotros.
La ficción es nuestra brújula para detectar, reflejar y revelar lo incierto. Y para darle nombre. Para mí, por lo tanto, carece de interés que un novelista dedique su tiempo a recrear vidas o seres, por muy heroicos, extraños o importantes que hayan sido sus vidas. Al hacerlo se condena: restará siempre en vez de sumar y al contar con la complicidad histórica del lector, confiesa la debilidad de su talento para arriesgarse a la obra que lo esperaba. Guerra y paz, Los Miserables siguen siendo fascinantes por Natasha o Jean Valjean, no por  Bonaparte y sus guerras.
Tampoco creo que la modernidad nos haya reducido por completo a ser “el hombre sin atributos”,  “don nadie” o en masas amorfas. Mucho de eso existe y la telenovela lo consagra. Pero aun  así el individuo –nosotros- pervive y sus delirios, deseos, defectos o errores no caducan. La novela contemporánea quizá no  pueda o necesite elaborar otro denso y complejo acumulamiento de significados para realzar un símbolo. Pero en ella un impulso, un sentimiento –por ejemplo, hacia la sexualidad, la justicia- aunque común, extendido, no impide al autor proponer y desafiar temas vitales.
Somos comunes; solo vivimos el presente, lo demás desaparece hasta que podamos evocarlo. Lo insólito es que este ahora carece de sostén y de proyecciones sino se afianza (para negarlo, reconsiderarlo o aprovecharlo) en las experiencias anteriores y en la intuición del mañana.
Reconocer lo implacable y la desmesura del tiempo en su transcurrir, es decir, estar atentos a cada segundo y cada milímetro del presente –estos minutos, esos instantes; todos las horas, todos los lugares- me lleva a la noción más difícil de notar y sin embargo la que actúa más directamente sobre cada persona común como nosotros y como nuestros posibles personajes: la noción de libertad.
 Pero si damos por descontado que vivimos en ella, que la poseemos, podríamos hacerla peligrar. Ser libre, entonces, es algo que ocurre por y durante nuestros actos más insignificantes; fluye en lo interior de cada quien (al practicar  horarios,  conducta,  amigos,  profesión), aunque corresponda a un hecho que se produce con las posibilidades que nos ofrece la vida exterior. Y allí está el inmenso secreto de la libertad: la hacemos al hacer y pensar, pero nos hace porque ella deriva de una relación colectiva: con nuestra familia, nuestro grupo, el pueblo o la ciudad, los servicios públicos, el gobierno local y nacional, los editores, los lectores; por el conocimiento de las noticias, de los libros, del mundo electrónico, la política, la producción, la moda; al crear una novela, un relato.
Dicho de otro: hasta  el más íntimo de nuestros actos (hacer el amor, pensar) se corresponde con el ejercicio de la libertad. Y desde allí tiene que volcarse, realizarse también dentro de la esfera más pública: estudiar, escribir, elegir gobernantes, exigir el bien y el desarrollo social.
Practicar la libertad es nuestra profesión diaria. De allí que nuestro máximo tesoro sea el  presente, este presente: reino único, reino absoluto de la libertad. La libertad sólo existe en presente, no debe ser añorada o postergada, eso sería desvirtuarla. Si  la sentimos de manera fragmentaria es porque está en peligro de ser destruida por completo. Libertad: límite equilibrado entre lo más profundo y lo exterior del individuo; frontera entre la ética, la vida colectiva, el bien social.
Única frontera im/posible del autor para crear sus personajes.

Con esto quiero significar que, a pesar del método y del personaje, Giuseppe Tartini, concentrados en este libro de Pérez Zúñiga, no estamos ante una habitual novela histórica, aunque nada pierde si así  la designaran los periodistas. Es más: bien puede ser calificada como futurista o fantástica (su observador la dirige desde el siglo XVIII; pero también desde hoy y desde otro futuro)
Bastaría recordar a Juanmaría, el protagonista de Santo diablo, en quien renace la obsesión por la libertad, la revolución y la justicia, quien va al sacrificio aunque descrea en lo hondo del sueño revolucionario. El supremo ideal de la libertad lo conduce allí, pero el hombre no es ajeno al  incierto alcance del mismo.
O recordar  la fusión (¿qué nos impide -un papel celofán, un gel, un cristal, nada-  atravesar la muerte, reconocernos en su cotidianidad?) del presente y sus dispersiones espaciales y temporales, como ocurre al niño de El segundo círculo, para saber que Pérez Zúñiga nos sumerge en la sustancia del tiempo, del mismo modo como pudimos percibirlo en las imágenes últimas del film 2001: una odisea del espacio.
El juego del mono, con sus personajes sórdidos y su paisaje, bien puede ser una síntesis de nuestra realidad actual: des/enseñanza en los colegios, drogas, trampas, hipocresía, inocencia. Pero su solo título ya nos hace revertir el juego supremo de Hermann Hesse (la virtualidad de religión, política, música, matemáticas) en la exacta perfección formal del error, de la cotidiana perplejidad.
Me estoy extendiendo demasiado y ahora quiero volver a las páginas que leerán  ustedes: este Tartini. En efecto, el personaje vive en una eterna fuga (desde su hogar, desde el convento, de una ciudad a otra, de un concepto de la música al nuevo, según él), pero también la novela está compuesta como un prolongado contrapunto, cuya solución es la vida misma: el contrapunto entre el Vasto Espíritu (del mal, de la sabiduría, del tiempo) y la experiencia de un hombre.
No estamos ante una habitual novela “histórica”, dije antes. En principio porque ha sido escrita por un artista que sabe des/hacer la prosa.
Sí, por supuesto, una novela parte de una o varias vidas que están en la realidad de acá (en los sucesos diarios, en la política). Y así, al  sintetizarlas, puede construir otra figura compleja. Lo vemos en Dickens, James, Proust y Thomas Mann. Incluso, un hombre común o “histórico” pudiera ser ese modelo que, al convertirse en personaje novelesco, adquiere dimensiones inesperadas.
Todo lo contrario ocurre cuando el novelista aprisiona en su obra a un hombre o una mujer concretos. Sobre todo si los identifica con nombre y apellido. Entonces, queriéndolos ampliar, va reduciendo, bajo su inexorable percepción,  los clava como a un insecto en una imagen que, con los días o los años, paradójicamente se estrecha cada vez más. (Ya mencioné al muy limitado Napoléon de Guerra y paz o al de Los miserables)
En el Tartini de Ernesto  su estirpe viene resguarda por ficciones puras sobre planos de la Historia. Entre ellas, las Etiópicas de Heliodoro de Emesa, escritor sirio, que escribe en griego, en el siglo III d.C. Y donde, sobre un tapiz de guerras, la pareja de Teágenes y Cariclea lleva al paroxismo una defensa de la mutua virginidad.
Salammbó, publicada por Flaubert en 1862, que prefiero a Bovary, aunque mis amigos se hayan burlado siempre de tal preferencia. Y cuya cumbre, el choque entre la lujuria y lo sagrado, sea más relevante que los detalles de la primera guerra única en el Cartago del siglo II.
Memorias de Adriano, editada como folletín desde 1948 y recogida en el famoso libro de 1951. Triunfos políticos, amores, amistad, arte, poesía, viajes son evocados por el emperador ante la proximidad de la muerte. “Cuando no hubo dioses ni Cristo, sino el hombre solo, entre el lapso de Cicerón y de Marco Aurelio, alguien afronta esa soledad, esa melancolía” parece decirnos Yourcenar  en esta novela.
Los idus de marzo (1948) de Thornton Wilder en que, de nuevo, se evoca o se vislumbra la muerte de un emperador. Reveló el autor que,  para escribirla, había utilizado cartas y documentos de Hitler y Mussolini. Y no obstante, él mismo ha confesado que se trata de una “fantasía”.
Cumboto (1950) de Ramón Díaz Sánchez, en que se despliegan los días de la esclavitud en las costas venezolanas, junto a misterios y ritos negros. Pero allí un idilio mestizo irradia con mayor energía que todo aquello.
Son muchas más, pero esas resultan ser mis predilectas. Como el presente Tartini de Ernesto Pérez Zúñiga. Ésta y aquellas bien pueden ser llamadas novelas “históricas”, pero casi estoy seguro de que nadie vuelve (volverá) a leerlas sólo por sus detalles o personajes históricos.

En este Tartini, como es obvio, nos interesa el proceso de una vida y, sobre todo, el vínculo entre esa vida y, ya que la leyenda lo exige así, la tentación, el Mal. Si antes destaqué el pulso de Pérez Zúñiga para crear personajes femeninos, ahora remarco el poder de su escritura cuando crea a Juanmaría o a su Tartini.
Ese interés quedará satisfecho con algunas metamorfosis, experimentadas por dos sus protagonistas, en el tiempo y en sitios identificables ayer y hoy. Pero es la clave lanzada desde el título el punto donde la figura de Tartini, la vida y el arte de Pérez Zúñiga, el complejo camino hacia los símbolos y su encarnación vulgar, lo común de nuestras vidas, todo ello, se convierte en un gran tema de hoy.
Ha hallado Ernesto la manera de mostrarnos una de aquellas posibilidades que la narración permite como superación de la simple “novela histórica”: a través de un pequeño individuo, músico grande, pedante pero inseguro y la oscura eternidad que lo mima, lo avasalla. ¿No se trata acaso de un género novedoso y aún escaso: el de la nivola, el de la filosoficción, el de la informatificción? (Uso estos términos mientras encontramos otros más exactos o eufónicos)
Al contrario que en sus otros libros, donde el ascenso anecdótico nos deslumbra al final, aquí la trama se establece con pasajes domésticos y sobrios e intensos momentos de temblor. Dentro de estos últimos destaco el episodio del duelo violinístico entre dos grandes: Tartini y Veracini. Son páginas que arden y suenan, mientras los dos genios desafían a la belleza,  la libertad y al mal compitiendo. La escena es deslumbrante porque allí afrontamos a la imaginación pura de Pérez Zúñiga.

(Imaginación que nos ha venido proponiendo desafíos como estos:
- “tarde o temprano a todos la desdicha nos iguala”.
-“Mi propio nombre también es un disfraz”.
- “Pisé la estrecha senda de la perfección, donde no hay nada, nada, nada”.                                                      
-“Misteriosas voces parecen vivir en los sucesos sonoros”.
-“¿Qué es un amor realizado salvo esto?: orbitar en torno al amor al mismo tiempo que el amor orbita en torno de uno”.
-“Escuchábamos sin párpados”.
-“Siempre, detrás de una gran ambición, nos espera, oculta, una gran ironía”.
-“Su profundidad no debe nada a nadie”.
-“No es el hombre el que necesita ser redimido en este mundo sino el mismo Dios”.)

He imitado el método del novelista al alternar algunos asomos o percepciones sobre este libro, tal como en el movimiento fugado de una pieza pudieran ser alternadas las voces.
Porque el gran tema propuesto con el título del libro va disminuyendo  en orquestación y sonoridad desde que se enuncia: en efecto, Tartini desarrolla procedimientos nobles y establecidos para componer y en ese aspecto la novela rinde tributo al arte de la composición. A la fuga.
Luego advertimos que el protagonista no cesa de moverse, con o sin razones; de manera justificada o absurda: su conducta puede ser una incesante fuga emotiva o intelectual.
Pero nosotros, los de hoy, al leer, quizá no advertimos  que más allá de la fascinación por el arista, por su música y sus avatares, también vislumbramos algo que nos perturba en esa movilidad: ¿por qué ese impulso incesante –en él;  hay un real cambio al cumplirlo –en él; qué nos impele, persigue o amenaza –a nosotros? ¿Huimos al movernos o dentro de nuestra vida fija, anclada en un apartamento, en la oficina, en una calle? ¿En estos tiempos, qué nos desaloja? Viajamos, nos divertimos, somos diferentes ¿nos acosa un complejo de ser  lo mismo? ¿No consiste la emoción, el secreto, la imposibilidad o la realización de la fuga en un centro mayúsculo de lo que somos simplemente? ¿Sólo nos queda la fuga –real o imaginaria- como forma de libertad?
¿Cuánto de Tartini o de la iluminación que nos trae Pérez Zúñiga podemos comprender?
Y ya que hablé de informatificción, ¿no pudo ser esta novela escrita por nuestro José Antonio Ramos Sucre: para quien  “el mal es un autor de la belleza”?







miércoles, 23 de octubre de 2013

TARTINI EN EL BAR “Q” DE SHIBUYA —a propósito de La fuga del maestro Tartini de Ernesto Pérez Zúñiga— Ednodio Quintero




1.
Mi primer encuentro con Giuseppe Tartini (1692-1770), el genial violinista del barroco italiano, tuvo lugar allá por 1983 en una ciudadela melómana del barroco tardío: Mérida, mi herida. En aquella década ochentosa, perdida para la literatura pero ganada para el ocio creativo que lanzaba ondas hacia un futuro incierto, pasaba yo las horas y los días escuchando música de rock, Pink Floyd y otras malas juntas, y la así llamada música clásica con predominio casi total del gran maestro Johann Sebastian Bach y sus cantatas magistrales. Por una de esas afortunadas coincidencias astrales unida a mi golosa curiosidad descubrí a Tartini, me fascinó su fáustica leyenda y caí en las redes de sus sonatas para violín, en particular “Il trillo del diavolo” y “Didone abbandonata”. En ellas encontraba resonancias del “demonio” que tantas veces me había tentado y de la infortunada amada de Eneas, que era apenas una muestra de mi desbordada pasión por la mitología grecorromana. Que un joven Tartini hubiera tenido un sueño con el diablo en el cual el Familiar, como lo llaman en el páramo de Trujillo, interpretó en el violín del atribulado soñador una melodía imposible, y que Tartini al despertar se hubiera visto en la alternativa de abandonar su prometedora carrera al sentir que nunca alcanzaría el grado de perfección de aquel señor venido de las tinieblas infernales, a mí me fascinó. En mi melomanía de aquella época, cada vez que salía al campo o a la selva en mis labores de Agrimensor —en mi particular y profesional puesta en escena de El Castillo de Kafka—, llevaba conmigo un par de cajas con cintas grabadas para escuchar en mi walkman la música que me hacía soñar. Y una noche de aquel año, en el bosque nublado de La Azulita, embutido dentro de mi sleeping, me quedé dormido escuchando “Il trillo del diavolo” de Tartini. Ah, y tuve un sueño, señoras y señores, un sueño espectacular que nunca olvidaré. No soñé con el demonio ni tampoco con Tartini, soñé con un simpático astronauta, con maneras de homínido y rostro de Neandertal, venido de un planeta muy lejano, que me entregó un precioso presente: una pequeña escultura de un animal parecido a una danta, y para corresponder a su gesto le regalé un busto en miniatura de Beethoven. Apenas estoy esbozando un sueño que siempre me ha intrigado. Y ahora, treinta años después, encuentro en la estupenda novela de mi súper amigo Ernesto Pérez Zúñiga una frase que me da una primera pista para comprenderlo: “Pobre Giuseppe, acaba de nacer Beethoven” (p. 388).
2.
En noviembre de 1988, esta vez sin percibirlo a primera vista, tuve un segundo encuentro con Giuseppe Tartini, es decir con un trasunto suyo, quizá con su doppelgänger. En una plaza de Madrid conocí a Ernesto Pérez Zúñiga, un joven elegante en sus 27, vestido con un sobrio y gris plateado gabán inglés y un sombrero Borsalino. En lugar de un violín portaba un portafolio repleto de libros, y para despistar se dedicaba al noble arte de la edición. Por una de esas afortunadas afinidades electivas nos convertimos desde el primer momento en amigos, en Altos Panas, hasta el día de hoy. Hemos coincidido en Guadalajara, Chilangolandia, Mérida, Sevilla y Madrid en diversas y muy variadas circunstancias, compartiendo gustos, vinos y lecturas, disfrutando la alegría de vivir. Nuestro penúltimo encuentro se produjo el año pasado en la canícula de Tokio, la ciudad de mis amores, que también a Ernesto ha hechizado como si un cupido nipón lo hubiera herido con un dardo untado con el aceite de un pez llamada fugu. Subía yo cerca del amanecer por las escaleras de un antro subterráneo de Shibuya, llamado Bar Q, colgado del hombro finamente torneado y casi transparente, con textura de piel de cebolla capaz de producir escalofríos, de una chica deliciosa que acababa de conocer y que dijo llamarse Annabel Lee, una china recién llegada de Shangai, cuando vi entre la niebla vaporosa de mi embriaguez a Ernesto trajeado con su ligero gabán y su sombrero Borsalino. Recordé entonces que en su inolvidable viaje a Tokio mi amigo del alma había frecuentado aquel mítico bar, y entonces para que el hechizo no se rompiera opté por saludarlo ligeramente con una inclinación de mi Stetson y Ernesto me brindó una sonrisa cómplice.

3.
Dicen que a la tercera va la vencida. Siempre quise escribir un relato que diera cuenta de mi sueño con Beethoven y el astronauta, inspirado en la sonata de Tartini —inspirada en su sueño con el Enemigo Malo. Y para mi alegría y contento, aparece este regalo de Ernesto: su última y estupenda novela: La fuga del maestro Tartini. Será mucha la tinta que se derramará hablando de esta opera magna de Ernesto Pérez Zúñiga, muchos los tuits, las menciones en facebook, incontables los emails. Mi visión será (es), sin embargo, íntima y particular, y en ella se me hace difícil separar al autor —que en mi universo personal representa uno de mis personajes favoritos— del supuesto biografiado, el maestro Tartini. Para empezar, no estamos en presencia de una novela histórica al uso, aun cuando aparezcan incontables hechos cuya “realidad” se pudiera constatar. El autor se sumerge en un proyecto ambicioso y riesgoso en el cual lo estrictamente histórico es apenas la armazón o la excusa para exponer una teoría de la novela y llevarla a la práctica. La narración de los hechos, reales o imaginarios, resulta amena, rica en matices, salpicada de humor y erudición, con toques de picaresca, y es conducida como si se tratara de las verdaderas memorias de Tartini transcritas por uno de sus más fervientes admiradores… Pero… al mismo tiempo, en capítulos alternos aparece otra voz que va cuestionando lo escrito por Tartini, ampliando y matizando su testimonio. Y esta otra voz va adquiriendo protagonismo, y el lector que va entrando en el juego, en aquel “contrato” del que hablaba Cortázar —lanzado por el corredor del lenguaje, lo que hace que la novela se lea casi sin pausa—, el lector, digo, percibe que esa otra voz proviene del pacto fáustico que desde su juventud signara el destino del genial músico. Y así, cuando ya nos hemos familiarizado con el espíritu o demonio que contribuye a enriquecer la narración, y en cuya exposición no hay lugar para los límites pues su mirada todo lo abarca y su atributo principal como la de su contrario (a quien solemos llamar Dios) es la omnipresencia, caemos en la cuenta de que aquel demonio, al igual que los diablos que escucharon a Orfeo tocar su lira en el infierno, está enamorado de la música. Y por esa razón dedica toda su energía en proteger a su elegido: Giuseppe Tartini.
Confieso que disfruté como un macaco la lectura de La fuga del maestro Tartini. Devoré las 446 páginas en cinco días. El ejemplar quedó lleno de anotaciones y subrayados, que algún día comentaré in extenso con Ernesto. Viajé por Padua, donde saludé a San Antonio, patrono de las solteronas, desayuné en Pirano con la madre de Giuseppe, tan parecida a una mater dolorosa, en Venecia paseé en una góndola conducida por un monje loco disfrazado de arlequín, luego en Praga acompañé a Tartini en una de sus veladas con Mayerink (o quizá en una homónima creación: Meyrink, sí, el autor de El Golem, aunque esta inquietante novela no se escribiría hasta tres siglos después, pero esta licencia forma parte del juego atemporal de la novela de Pérez Zúñiga, una de sus estrategias narrativas), y en todas partes resonaban las melodías dulces, arrebatadas y dramáticas de Albinoni, Salieri, Vivaldi, Uffenbach, Veracini. En las habitaciones que compartieron durante años se escucha el violonchelo del virtuoso Antonio Vandini, su mejor amigo. “Los músicos, ángeles aprendices de hombres” (p. 324).
Aunque la primera juventud de Tartini está signada por su afición a la espada y la fuga de su nido paternal, muy pronto el espadachín dará paso al músico genial. Y su vida, expuesta en sus detalles más significativos en la novela de su alter ego Pérez Zuñiga, es un ejemplo de una existencia febril y aventurera, salpicada de eventos únicos, trágicos, cómicos, propios de su tiempo pero que a la larga nos resultan familiares. Desde sus amores a los 18 años con una chica tuerta hasta su pasión senil por una huérfana de apenas 13 años, sin olvidar su grande y controvertido amor de medio siglo por su esposa Elisabetta, la que merecía una sonata que nunca escribió: “Elisabetta abandonada”, que en compensación le puso los cuernos con su hermano arcipestre Antonio Tartini y con el otro Antonio, Vandini, su mejor amigo, el eros de Giuseppe se corresponde con la visión hedonista y gozosa de su biógrafo, aprendiz de santo: Ernesto Pérez Zúñiga.
Hay muchísimo más en esta novela para melómanos, filósofos y taxistas melancólicos: momentos de sublime poesía y de literatura pura, anécdotas divertidas y bizarras a montón, reflexiones, incursiones en el esoterismo astral, guiños a la modernidad y a la música contemporánea (Tom Waits, ¡Thelonius Monk!), toques de ironía, muestras palmarias de la madurez del autor como narrador, todo un universo de temas y motivos, aquello que hace de la novela un género único, singular. Pero no me voy a extender pues la idea de esta lectura es la de convocar a nuevos y múltiples lectores, aunque no puedo resistir la tentación de citar una frase hacia el final (p. 422) cuando el demonio o Ernesto, o el demonio Ernesto, da igual, dice, como resumen de la vida de Tartini: “Aparte de algunas sonatas, la amistad es el mejor de tus trabajos”. Y para cerrar, esta preciosidad que se puede leer como un autorretrato de Giuseppe Tartini o de Ernesto Pérez Zúñiga, da igual, el retrato de un artista: “…un animal andante y melancólico que se mira en un largo espejo (el espejo del tiempo, digo yo), consciente de su propia muerte, sin dejar por ello de caminar y de celebrar la belleza del mundo” (p. 359). Y así, aunque el anhelo fáustico no se extinga del todo, la vida como una oportunidad única y unánime de celebración se manifiesta en el arte, vale decir en la música de Tartini, vale decir en la novela de Ernesto.

Mérida, 6 de octubre de 2013.  

martes, 22 de octubre de 2013

La música binaria de Ernesto Pérez Zúñiga. Juan Carlos Chirinos






Te deseo que vivas tiempos interesantes, maldice un viejo adagio chino; pero tengo para mí que hay ocasiones en que estar en el lugar indicado y en el momento indicado le asegura a uno pertenecer a los tiempos más interesantes de todos: el tiempo en que nace un escritor.

Y, parafraseando el famoso verso de John Ashbery, pienso que mi furioso viaje hacia esta novela comenzó en 1996, cuando decidí irme a Salamanca a reencontrarme con esa parte de mi identidad que, precisamente, salió de esa ciudad en los sueños de Cristóbal Colón a finales del siglo xv. Pues sin ese viaje de estudios y recuperación que me llevó cuatro años a la hermosa ciudad castellana no habría coincidido con la sabia y sabrosa inteligencia de Ednodio Quintero y, en consecuencia, no habría conocido a Ernesto, varios años después, una noche madrileña en Lavapiés, ni hubiéramos empezado esta frecuencia que ha sido de risas, y libros, y afecto, y música, y más libros, que es lo inevitable cuando se trata con una persona de su naturaleza: de la naturaleza de la generosidad.

Pero la cosa habría sido peor: sin todo este periplo vital que me ha llevado de Valera a Madrid quizá no habría gozado del privilegio de «ver nacer» a ese escritor cada vez más sólido e interesante que se manifiesta en cada novela suya, desde Santo diablo hasta este nuevo título que hoy nos convoca. Qué interesantes, pero qué interesantes han sido estos diez años, la verdad sea dicha. Y no creo, ni muchísimo menos, que nada de esto sea de mal augurio, sino todo lo contrario: el futuro se presenta auspicioso y pleno de sabrosas lecturas. Es el futuro de un novelista, que se bifurca sin cesar.

Y me ha ocurrido con esta novela como me ha ocurrido con las novelas anteriores de Ernesto; el autor suelta un hilo en las primeras páginas y a medida que uno lee ese hilo engorda y adelgaza y se esconde y asoma la cabeza, pero sigue ahí, avisando de que hay una voz firme que está dispuesta a dejarnos entrar, sí, pero también que exige el precio de ese goce: la entrega total. Nosotros, los lectores de las novelas de Ernesto Pérez Zúñiga, cuando leemos ejecutamos un ejercicio de despojo. Y eso es lo que nos hace regresar a sus páginas.

En Santo diablo, su primera novela, el recuerdo doloroso del primer tercio del siglo xx, una época que aún ejerce una poderosa influencia en el inconsciente colectivo de España, palpita ese hilo, guiando a los personajes —y al lector— por una época que ya entonces, además de bullir de crueldades e injusticias de los poderosos sobre los menesterosos, y la rebeldía de estos, estaba llena de fantasmas; y tal vez por eso, su segunda novela, El segundo círculo, es una aterradora fábula donde la normalidad de nuestra vida contemporánea se ve fracturada por «mañas» que vienen del pasado y que son demasiado peligrosas para nuestra blanda manera de vivir, porque el erotismo, sobre todo cuando hay fantasmas merodeando, desgarra. Y desgarra de verdad. Pues los fantasmas de El segundo círculo son de una naturaleza especial, como lo dije en su momento: “son unos espectros algo diferentes a los que estamos acostumbrados: no aquellos dispuestos a matarnos de un susto (ya saben que nos asustamos: son fantasmas), sino aquellos que añoran el aroma de la piel y la textura de nuestros músculos para fornicar. Son espíritus lujuriosos que buscan el intercambio sensual, en el sentido pleno de la palabra. Y no son esos que quieren «volver» a ser vivos, sino aquellos que disfrutan excitándonos, y excitándose.” En cambio la tercera novela, El juego del mono, literalmente sumerge al lector en un inframundo que es el delirio de un personaje pero también la contraparte de un mundo que lo agobia, el universo literario que cuenta un mono, que es un preso, que es una voz: que hace una novela.

En La fuga del maestro Tartini hay una propuesta completamente nueva, pero que es, creo yo, consecuencia del camino que el Pérez Zúñiga novelista emprendió hace ya más de una década: Esta novela está viva. En esta novela se desarrolla una particular teoría de los afectos que quiero reflejar en una frase de la novela y en una idea de la que se habla allí. La frase es un haikú que salta a los ojos si aviso previo inundando la lectura del siempre necesario ambiente lírico: “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua” (p. 178). Y la idea, el narrador la pone en escena más adelante; “me ocurre aquí como en la música. Cambio de estilo cuando estoy triste. Esa es mi teoría de los afectos, lo que tanto he intentado enseñar a mis alumnos (…) Aprende (…) los lances más difíciles, para luego aplicarlos a cada tipo de personalidad” (p. 250).

En estos dos elemento, estimo, yace uno de los principales pivotes de la novela o, al menos, una de las numerosas maneras que existen para acceder al discurso último del texto. Pues cuando comencé a leer la novela, a percibir los cambios  de voces, los cambios temporales y la sucesión sin tregua de episodios de la vida de Giuseppe Tartini, sospeché que algo no estaba funcionando bien en mi cabeza, y que se debía a la propuesta que me estaba haciendo la novela y que, como lector torpe y primerizo no terminaba de captar en las primeras páginas. Entonces pensé en Spengler, y en Mann, y pensé en las disquisiciones temporales de Agustín de Hipona. Pero no hallaba ese hilo que en todas las novelas que he leído de Ernesto se asoma y se esconde, juguetón, pero firme. Sí, era la vida del músico italiano la que servía de telón de fondo, pero también su música, y la reflexión vital que todo ser vivo con un mínimo de sensibilidad no puede evitar hacerse cuando descubre que el mundo es ancho, sí, pero hostil.

Seguí leyendo y descubrí una trampa, una trampa que no puede ser inocente y en la que el lector descuidado caerá y se equivocará muy mucho, aunque crea para siempre que tiene razón. La novela sigue, de manera binaria, una estricta cronología; por un lado, la del aproximadamente último año de vida de Tartini, entre 1769 y 1770, en la que “en teoría” se está escribiendo la novela; y por otro, la que comienza con su nacimiento y va avanzando por entre los episodios de mayor calado, y algunos menos importantes, de su vida. La primera cronología convierte la novela en unas memorias literarias ficticias muy cercanas a un Tristram Shandy, por ejemplo; la segunda cronología de ese binomio temporal, en cambio, hace que La fuga del maestro Tartini sea una novela de aventuras que no da tregua al lector, y que le asegura muy pocos, o ninguno, momentos de tedio. Porque cuando un músico también es espadachín, ya no habrá paz en esa casa. Dos cronologías para una novela musical que es una fuga: ¡lo que hubiera hecho Johann Sebastian Bach con un material así!

¿Y el haikú? Lo repito: “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua”. Lo releo, y pienso que es una lástima ejercer de intérprete del arte, porque uno se condena a decir groseramente lo que ya el artista ha dicho con nitidez. No en balde, en sus cartas, el filósofo holandés Baruch de Spinoza le insistía tanto a sus amigos que para entender su famosa Ética demostrada según el orden geométrico bastaba con leer con atención la primera proposición. Pero como a los demás nos cuesta captar a la primera, era y es inevitable que tengamos que leer todo el libro. “Porque todo lo excelso es tan difícil como raro”, concluye su libro Spinoza, no sin cierto orgullo –y muy sobrada razón. Así, pues, si yo cito en la novela de Ernesto, “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua”, ya debería ser suficiente para mí; pero como estoy condenado a interpretar, me siento empujado a decir que el doble lugar de los anfibios, los sueños y la vigilia; el aire y el agua, apunta con hermosa y oriental sutileza a lo que ya he señalado arriba con las cronologías dobles de la vida de Tartini: que la novela está al menos en dos lugares al mismo tiempo: ahora y antes, pero también mañana.

Y hay dos voces. Una de ellas es la de Tartini; la otra es una muchedumbre; la otra es el diablo, y Berloc, y el narrador pero también el autor. Y vuelve la noción binaria: 1 y 0; la voz del uno, y la voz de todos. Quizá por eso hasta Bart Simpson asoma la cabeza y lanza su mantra fundamental: “anda y multiplícate por cero, que soy yo”( 423).

Algún hado malo ha tenido la mala intención de lanzarme a vivir en estos tiempos interesantes y yo se lo agradezco. Sobre todo, porque me ha permitido conocer escritores y amigos como Ernesto Pérez Zúñiga. Y porque me ha permitido asistir al nacimiento y desarrollo de un discurso novelístico que con esta novela confirma su solidez y versatilidad, su riesgo, su enorme riesgo, y su valentía. Yo no les recomiendo que lean esta novela porque no se puede; esta novela, ya lo advirtió Bauman, hay que beberla a grandes sorbos, porque el líquido que la conforma es multisápido y trae enormes cantidades de veneno para el entendimiento; alucinógenos para la memoria y frases hermosas para los ojos. Corran, pues, y beban con gula.