martes, 22 de octubre de 2013

La música binaria de Ernesto Pérez Zúñiga. Juan Carlos Chirinos






Te deseo que vivas tiempos interesantes, maldice un viejo adagio chino; pero tengo para mí que hay ocasiones en que estar en el lugar indicado y en el momento indicado le asegura a uno pertenecer a los tiempos más interesantes de todos: el tiempo en que nace un escritor.

Y, parafraseando el famoso verso de John Ashbery, pienso que mi furioso viaje hacia esta novela comenzó en 1996, cuando decidí irme a Salamanca a reencontrarme con esa parte de mi identidad que, precisamente, salió de esa ciudad en los sueños de Cristóbal Colón a finales del siglo xv. Pues sin ese viaje de estudios y recuperación que me llevó cuatro años a la hermosa ciudad castellana no habría coincidido con la sabia y sabrosa inteligencia de Ednodio Quintero y, en consecuencia, no habría conocido a Ernesto, varios años después, una noche madrileña en Lavapiés, ni hubiéramos empezado esta frecuencia que ha sido de risas, y libros, y afecto, y música, y más libros, que es lo inevitable cuando se trata con una persona de su naturaleza: de la naturaleza de la generosidad.

Pero la cosa habría sido peor: sin todo este periplo vital que me ha llevado de Valera a Madrid quizá no habría gozado del privilegio de «ver nacer» a ese escritor cada vez más sólido e interesante que se manifiesta en cada novela suya, desde Santo diablo hasta este nuevo título que hoy nos convoca. Qué interesantes, pero qué interesantes han sido estos diez años, la verdad sea dicha. Y no creo, ni muchísimo menos, que nada de esto sea de mal augurio, sino todo lo contrario: el futuro se presenta auspicioso y pleno de sabrosas lecturas. Es el futuro de un novelista, que se bifurca sin cesar.

Y me ha ocurrido con esta novela como me ha ocurrido con las novelas anteriores de Ernesto; el autor suelta un hilo en las primeras páginas y a medida que uno lee ese hilo engorda y adelgaza y se esconde y asoma la cabeza, pero sigue ahí, avisando de que hay una voz firme que está dispuesta a dejarnos entrar, sí, pero también que exige el precio de ese goce: la entrega total. Nosotros, los lectores de las novelas de Ernesto Pérez Zúñiga, cuando leemos ejecutamos un ejercicio de despojo. Y eso es lo que nos hace regresar a sus páginas.

En Santo diablo, su primera novela, el recuerdo doloroso del primer tercio del siglo xx, una época que aún ejerce una poderosa influencia en el inconsciente colectivo de España, palpita ese hilo, guiando a los personajes —y al lector— por una época que ya entonces, además de bullir de crueldades e injusticias de los poderosos sobre los menesterosos, y la rebeldía de estos, estaba llena de fantasmas; y tal vez por eso, su segunda novela, El segundo círculo, es una aterradora fábula donde la normalidad de nuestra vida contemporánea se ve fracturada por «mañas» que vienen del pasado y que son demasiado peligrosas para nuestra blanda manera de vivir, porque el erotismo, sobre todo cuando hay fantasmas merodeando, desgarra. Y desgarra de verdad. Pues los fantasmas de El segundo círculo son de una naturaleza especial, como lo dije en su momento: “son unos espectros algo diferentes a los que estamos acostumbrados: no aquellos dispuestos a matarnos de un susto (ya saben que nos asustamos: son fantasmas), sino aquellos que añoran el aroma de la piel y la textura de nuestros músculos para fornicar. Son espíritus lujuriosos que buscan el intercambio sensual, en el sentido pleno de la palabra. Y no son esos que quieren «volver» a ser vivos, sino aquellos que disfrutan excitándonos, y excitándose.” En cambio la tercera novela, El juego del mono, literalmente sumerge al lector en un inframundo que es el delirio de un personaje pero también la contraparte de un mundo que lo agobia, el universo literario que cuenta un mono, que es un preso, que es una voz: que hace una novela.

En La fuga del maestro Tartini hay una propuesta completamente nueva, pero que es, creo yo, consecuencia del camino que el Pérez Zúñiga novelista emprendió hace ya más de una década: Esta novela está viva. En esta novela se desarrolla una particular teoría de los afectos que quiero reflejar en una frase de la novela y en una idea de la que se habla allí. La frase es un haikú que salta a los ojos si aviso previo inundando la lectura del siempre necesario ambiente lírico: “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua” (p. 178). Y la idea, el narrador la pone en escena más adelante; “me ocurre aquí como en la música. Cambio de estilo cuando estoy triste. Esa es mi teoría de los afectos, lo que tanto he intentado enseñar a mis alumnos (…) Aprende (…) los lances más difíciles, para luego aplicarlos a cada tipo de personalidad” (p. 250).

En estos dos elemento, estimo, yace uno de los principales pivotes de la novela o, al menos, una de las numerosas maneras que existen para acceder al discurso último del texto. Pues cuando comencé a leer la novela, a percibir los cambios  de voces, los cambios temporales y la sucesión sin tregua de episodios de la vida de Giuseppe Tartini, sospeché que algo no estaba funcionando bien en mi cabeza, y que se debía a la propuesta que me estaba haciendo la novela y que, como lector torpe y primerizo no terminaba de captar en las primeras páginas. Entonces pensé en Spengler, y en Mann, y pensé en las disquisiciones temporales de Agustín de Hipona. Pero no hallaba ese hilo que en todas las novelas que he leído de Ernesto se asoma y se esconde, juguetón, pero firme. Sí, era la vida del músico italiano la que servía de telón de fondo, pero también su música, y la reflexión vital que todo ser vivo con un mínimo de sensibilidad no puede evitar hacerse cuando descubre que el mundo es ancho, sí, pero hostil.

Seguí leyendo y descubrí una trampa, una trampa que no puede ser inocente y en la que el lector descuidado caerá y se equivocará muy mucho, aunque crea para siempre que tiene razón. La novela sigue, de manera binaria, una estricta cronología; por un lado, la del aproximadamente último año de vida de Tartini, entre 1769 y 1770, en la que “en teoría” se está escribiendo la novela; y por otro, la que comienza con su nacimiento y va avanzando por entre los episodios de mayor calado, y algunos menos importantes, de su vida. La primera cronología convierte la novela en unas memorias literarias ficticias muy cercanas a un Tristram Shandy, por ejemplo; la segunda cronología de ese binomio temporal, en cambio, hace que La fuga del maestro Tartini sea una novela de aventuras que no da tregua al lector, y que le asegura muy pocos, o ninguno, momentos de tedio. Porque cuando un músico también es espadachín, ya no habrá paz en esa casa. Dos cronologías para una novela musical que es una fuga: ¡lo que hubiera hecho Johann Sebastian Bach con un material así!

¿Y el haikú? Lo repito: “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua”. Lo releo, y pienso que es una lástima ejercer de intérprete del arte, porque uno se condena a decir groseramente lo que ya el artista ha dicho con nitidez. No en balde, en sus cartas, el filósofo holandés Baruch de Spinoza le insistía tanto a sus amigos que para entender su famosa Ética demostrada según el orden geométrico bastaba con leer con atención la primera proposición. Pero como a los demás nos cuesta captar a la primera, era y es inevitable que tengamos que leer todo el libro. “Porque todo lo excelso es tan difícil como raro”, concluye su libro Spinoza, no sin cierto orgullo –y muy sobrada razón. Así, pues, si yo cito en la novela de Ernesto, “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua”, ya debería ser suficiente para mí; pero como estoy condenado a interpretar, me siento empujado a decir que el doble lugar de los anfibios, los sueños y la vigilia; el aire y el agua, apunta con hermosa y oriental sutileza a lo que ya he señalado arriba con las cronologías dobles de la vida de Tartini: que la novela está al menos en dos lugares al mismo tiempo: ahora y antes, pero también mañana.

Y hay dos voces. Una de ellas es la de Tartini; la otra es una muchedumbre; la otra es el diablo, y Berloc, y el narrador pero también el autor. Y vuelve la noción binaria: 1 y 0; la voz del uno, y la voz de todos. Quizá por eso hasta Bart Simpson asoma la cabeza y lanza su mantra fundamental: “anda y multiplícate por cero, que soy yo”( 423).

Algún hado malo ha tenido la mala intención de lanzarme a vivir en estos tiempos interesantes y yo se lo agradezco. Sobre todo, porque me ha permitido conocer escritores y amigos como Ernesto Pérez Zúñiga. Y porque me ha permitido asistir al nacimiento y desarrollo de un discurso novelístico que con esta novela confirma su solidez y versatilidad, su riesgo, su enorme riesgo, y su valentía. Yo no les recomiendo que lean esta novela porque no se puede; esta novela, ya lo advirtió Bauman, hay que beberla a grandes sorbos, porque el líquido que la conforma es multisápido y trae enormes cantidades de veneno para el entendimiento; alucinógenos para la memoria y frases hermosas para los ojos. Corran, pues, y beban con gula.

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