Y,
parafraseando el famoso verso de John Ashbery, pienso que mi furioso viaje
hacia esta novela comenzó en 1996, cuando decidí irme a Salamanca a
reencontrarme con esa parte de mi identidad que, precisamente, salió de esa
ciudad en los sueños de Cristóbal Colón a finales del siglo xv. Pues sin ese
viaje de estudios y recuperación que me llevó cuatro años a la hermosa ciudad
castellana no habría coincidido con la sabia y sabrosa inteligencia de Ednodio
Quintero y, en consecuencia, no habría conocido a Ernesto, varios años después,
una noche madrileña en Lavapiés, ni hubiéramos empezado esta frecuencia que ha
sido de risas, y libros, y afecto, y música, y más libros, que es lo inevitable
cuando se trata con una persona de su naturaleza: de la naturaleza de la generosidad.
Pero
la cosa habría sido peor: sin todo este periplo vital que me ha llevado de
Valera a Madrid quizá no habría gozado del privilegio de «ver nacer» a ese
escritor cada vez más sólido e interesante que se manifiesta en cada novela
suya, desde Santo diablo hasta este
nuevo título que hoy nos convoca. Qué interesantes, pero qué interesantes han
sido estos diez años, la verdad sea dicha. Y no creo, ni muchísimo menos, que
nada de esto sea de mal augurio, sino todo lo contrario: el futuro se presenta
auspicioso y pleno de sabrosas lecturas. Es el futuro de un novelista, que se
bifurca sin cesar.
Y
me ha ocurrido con esta novela como me ha ocurrido con las novelas anteriores
de Ernesto; el autor suelta un hilo en las primeras páginas y a medida que uno
lee ese hilo engorda y adelgaza y se esconde y asoma la cabeza, pero sigue ahí,
avisando de que hay una voz firme que está dispuesta a dejarnos entrar, sí,
pero también que exige el precio de ese goce: la entrega total. Nosotros, los
lectores de las novelas de Ernesto Pérez Zúñiga, cuando leemos ejecutamos un
ejercicio de despojo. Y eso es lo que nos hace regresar a sus páginas.
En Santo diablo, su primera novela, el
recuerdo doloroso del primer tercio del siglo xx, una época que aún ejerce una
poderosa influencia en el inconsciente colectivo de España, palpita ese hilo,
guiando a los personajes —y al lector— por una época que ya entonces, además de
bullir de crueldades e injusticias de los poderosos sobre los menesterosos, y
la rebeldía de estos, estaba llena de fantasmas; y tal vez por eso, su segunda
novela, El segundo círculo, es una
aterradora fábula donde la normalidad de nuestra vida contemporánea se ve
fracturada por «mañas» que vienen del pasado y que son demasiado peligrosas
para nuestra blanda manera de vivir, porque el erotismo, sobre todo cuando hay
fantasmas merodeando, desgarra. Y desgarra de verdad. Pues los fantasmas de El segundo círculo son de una naturaleza
especial, como lo dije en su momento: “son unos espectros
algo diferentes a los que estamos acostumbrados: no aquellos dispuestos a
matarnos de un susto (ya saben que nos asustamos: son fantasmas), sino aquellos
que añoran el aroma de la piel y la textura de nuestros músculos para fornicar.
Son espíritus lujuriosos que buscan el intercambio sensual, en el sentido pleno
de la palabra. Y no son esos que quieren «volver» a ser vivos, sino aquellos
que disfrutan excitándonos, y excitándose.” En cambio la
tercera novela, El juego del mono,
literalmente sumerge al lector en un inframundo que es el delirio de un
personaje pero también la contraparte de un mundo que lo agobia, el universo
literario que cuenta un mono, que es un preso, que es una voz: que hace una
novela.
En La fuga del maestro Tartini hay una
propuesta completamente nueva, pero que es, creo yo, consecuencia del camino
que el Pérez Zúñiga novelista emprendió hace ya más de una década: Esta novela
está viva. En esta novela se desarrolla una particular teoría de los afectos
que quiero reflejar en una frase de la novela y en una idea de la que se habla
allí. La frase es un haikú que salta a los ojos si aviso previo inundando la
lectura del siempre necesario ambiente lírico: “Los anfibios viven en los
sueños; sus colas de anguila agitan el agua” (p. 178). Y la idea, el narrador
la pone en escena más adelante; “me ocurre aquí como en la música. Cambio de
estilo cuando estoy triste. Esa es mi teoría de los afectos, lo que tanto he
intentado enseñar a mis alumnos (…) Aprende (…) los lances más difíciles, para
luego aplicarlos a cada tipo de personalidad” (p. 250).
En
estos dos elemento, estimo, yace uno de los principales pivotes de la novela o,
al menos, una de las numerosas maneras que existen para acceder al discurso
último del texto. Pues cuando comencé a leer la novela, a percibir los
cambios de voces, los cambios temporales
y la sucesión sin tregua de episodios de la vida de Giuseppe Tartini, sospeché
que algo no estaba funcionando bien en mi cabeza, y que se debía a la propuesta
que me estaba haciendo la novela y que, como lector torpe y primerizo no
terminaba de captar en las primeras páginas. Entonces pensé en Spengler, y en
Mann, y pensé en las disquisiciones temporales de Agustín de Hipona. Pero no
hallaba ese hilo que en todas las novelas que he leído de Ernesto se asoma y se
esconde, juguetón, pero firme. Sí, era la vida del músico italiano la que
servía de telón de fondo, pero también su música, y la reflexión vital que todo
ser vivo con un mínimo de sensibilidad no puede evitar hacerse cuando descubre
que el mundo es ancho, sí, pero hostil.
Seguí
leyendo y descubrí una trampa, una trampa que no puede ser inocente y en la que
el lector descuidado caerá y se equivocará muy mucho, aunque crea para siempre
que tiene razón. La novela sigue, de manera binaria, una estricta cronología;
por un lado, la del aproximadamente último año de vida de Tartini, entre 1769 y
1770, en la que “en teoría” se está escribiendo la novela; y por otro, la que
comienza con su nacimiento y va avanzando por entre los episodios de mayor
calado, y algunos menos importantes, de su vida. La primera cronología
convierte la novela en unas memorias literarias ficticias muy cercanas a un Tristram Shandy, por ejemplo; la segunda
cronología de ese binomio temporal, en cambio, hace que La fuga del maestro Tartini sea una novela de aventuras que no da
tregua al lector, y que le asegura muy pocos, o ninguno, momentos de tedio.
Porque cuando un músico también es espadachín, ya no habrá paz en esa casa. Dos
cronologías para una novela musical que es una fuga: ¡lo que hubiera hecho
Johann Sebastian Bach con un material así!
¿Y
el haikú? Lo repito: “Los anfibios viven en los sueños; sus colas de anguila
agitan el agua”. Lo releo, y pienso que es una lástima ejercer de intérprete
del arte, porque uno se condena a decir groseramente lo que ya el artista ha
dicho con nitidez. No en balde, en sus cartas, el filósofo holandés Baruch de
Spinoza le insistía tanto a sus amigos que para entender su famosa Ética
demostrada según el orden geométrico bastaba con leer con atención la primera
proposición. Pero como a los demás nos cuesta captar a la primera, era y es
inevitable que tengamos que leer todo el libro. “Porque todo lo excelso es tan
difícil como raro”, concluye su libro Spinoza, no sin cierto orgullo –y muy
sobrada razón. Así, pues, si yo cito en la novela de Ernesto, “Los anfibios
viven en los sueños; sus colas de anguila agitan el agua”, ya debería ser
suficiente para mí; pero como estoy condenado a interpretar, me siento empujado
a decir que el doble lugar de los anfibios, los sueños y la vigilia; el aire y
el agua, apunta con hermosa y oriental sutileza a lo que ya he señalado arriba
con las cronologías dobles de la vida de Tartini: que la novela está al menos
en dos lugares al mismo tiempo: ahora y antes, pero también mañana.
Y
hay dos voces. Una de ellas es la de Tartini; la otra es una muchedumbre; la
otra es el diablo, y Berloc, y el narrador pero también el autor. Y vuelve la
noción binaria: 1 y 0; la voz del uno, y la voz de todos. Quizá por eso hasta
Bart Simpson asoma la cabeza y lanza su mantra fundamental: “anda y
multiplícate por cero, que soy yo”( 423).
Algún
hado malo ha tenido la mala intención de lanzarme a vivir en estos tiempos
interesantes y yo se lo agradezco. Sobre todo, porque me ha permitido conocer
escritores y amigos como Ernesto Pérez Zúñiga. Y porque me ha permitido asistir
al nacimiento y desarrollo de un discurso novelístico que con esta novela
confirma su solidez y versatilidad, su riesgo, su enorme riesgo, y su valentía.
Yo no les recomiendo que lean esta novela porque no se puede; esta novela, ya
lo advirtió Bauman, hay que beberla a grandes sorbos, porque el líquido que la
conforma es multisápido y trae enormes cantidades de veneno para el
entendimiento; alucinógenos para la memoria y frases hermosas para los ojos.
Corran, pues, y beban con gula.
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