1.
Mi
primer encuentro con Giuseppe Tartini (1692-1770), el genial
violinista del barroco italiano, tuvo lugar allá por 1983 en una
ciudadela melómana del barroco tardío: Mérida, mi herida. En
aquella década ochentosa, perdida para la literatura pero ganada
para el ocio creativo que lanzaba ondas hacia un futuro incierto,
pasaba yo las horas y los días escuchando música de rock, Pink
Floyd y otras malas juntas, y la así llamada música clásica con
predominio casi total del gran maestro Johann Sebastian Bach y sus
cantatas magistrales. Por una de esas afortunadas coincidencias
astrales unida a mi golosa curiosidad descubrí a Tartini, me fascinó
su fáustica leyenda y caí en las redes de sus sonatas para violín,
en particular “Il trillo del diavolo” y “Didone abbandonata”.
En ellas encontraba resonancias del “demonio” que tantas veces me
había tentado y de la infortunada amada de Eneas, que era apenas una
muestra de mi desbordada pasión por la mitología grecorromana. Que
un joven Tartini hubiera tenido un sueño con el diablo en el cual el
Familiar, como lo llaman en el páramo de Trujillo, interpretó en el
violín del atribulado soñador una melodía imposible, y que Tartini
al despertar se hubiera visto en la alternativa de abandonar su
prometedora carrera al sentir que nunca alcanzaría el grado de
perfección de aquel señor venido de las tinieblas infernales, a mí
me fascinó. En mi melomanía de aquella época, cada vez que salía
al campo o a la selva en mis labores de Agrimensor —en mi
particular y profesional puesta en escena de El Castillo de
Kafka—, llevaba conmigo un par de cajas con cintas grabadas para
escuchar en mi walkman la música que me hacía soñar. Y una noche
de aquel año, en el bosque nublado de La Azulita, embutido dentro de
mi sleeping, me quedé dormido escuchando “Il trillo del
diavolo” de Tartini. Ah, y tuve un sueño, señoras y señores, un
sueño espectacular que nunca olvidaré. No soñé con el demonio ni
tampoco con Tartini, soñé con un simpático astronauta, con maneras
de homínido y rostro de Neandertal, venido de un planeta muy lejano,
que me entregó un precioso presente: una pequeña escultura de un
animal parecido a una danta, y para corresponder a su gesto le regalé
un busto en miniatura de Beethoven. Apenas estoy esbozando un sueño
que siempre me ha intrigado. Y ahora, treinta años después,
encuentro en la estupenda novela de mi súper amigo Ernesto Pérez
Zúñiga una frase que me da una primera pista para comprenderlo:
“Pobre Giuseppe, acaba de nacer Beethoven” (p. 388).
2.
En noviembre de 1988, esta vez sin percibirlo a primera vista, tuve
un segundo encuentro con Giuseppe Tartini, es decir con un trasunto
suyo, quizá con su doppelgänger. En una plaza de Madrid conocí a
Ernesto Pérez Zúñiga, un joven elegante en sus 27, vestido con un
sobrio y gris plateado gabán inglés y un sombrero Borsalino. En
lugar de un violín portaba un portafolio repleto de libros, y para
despistar se dedicaba al noble arte de la edición. Por una de esas
afortunadas afinidades electivas nos convertimos desde el primer
momento en amigos, en Altos Panas, hasta el día de hoy. Hemos
coincidido en Guadalajara, Chilangolandia, Mérida, Sevilla y Madrid
en diversas y muy variadas circunstancias, compartiendo gustos, vinos
y lecturas, disfrutando la alegría de vivir. Nuestro penúltimo
encuentro se produjo el año pasado en la canícula de Tokio, la
ciudad de mis amores, que también a Ernesto ha hechizado como si un
cupido nipón lo hubiera herido con un dardo untado con el aceite de
un pez llamada fugu. Subía yo cerca del amanecer por las
escaleras de un antro subterráneo de Shibuya, llamado Bar Q, colgado
del hombro finamente torneado y casi transparente, con textura de
piel de cebolla capaz de producir escalofríos, de una chica
deliciosa que acababa de conocer y que dijo llamarse Annabel Lee, una
china recién llegada de Shangai, cuando vi entre la niebla vaporosa
de mi embriaguez a Ernesto trajeado con su ligero gabán y su
sombrero Borsalino. Recordé entonces que en su inolvidable viaje a
Tokio mi amigo del alma había frecuentado aquel mítico bar, y
entonces para que el hechizo no se rompiera opté por saludarlo
ligeramente con una inclinación de mi Stetson y Ernesto me brindó
una sonrisa cómplice.
3.
Dicen que a la tercera va la vencida. Siempre quise escribir un
relato que diera cuenta de mi sueño con Beethoven y el astronauta,
inspirado en la sonata de Tartini —inspirada en su sueño con el
Enemigo Malo. Y para mi alegría y contento, aparece este regalo de
Ernesto: su última y estupenda novela: La fuga del maestro
Tartini. Será mucha la tinta que se derramará hablando de esta
opera magna de Ernesto Pérez Zúñiga, muchos los tuits, las
menciones en facebook, incontables los emails. Mi visión será (es),
sin embargo, íntima y particular, y en ella se me hace difícil
separar al autor —que en mi universo personal representa uno de mis
personajes favoritos— del supuesto biografiado, el maestro Tartini.
Para empezar, no estamos en presencia de una novela histórica al
uso, aun cuando aparezcan incontables hechos cuya “realidad” se
pudiera constatar. El autor se sumerge en un proyecto ambicioso y
riesgoso en el cual lo estrictamente histórico es apenas la armazón
o la excusa para exponer una teoría de la novela y llevarla a la
práctica. La narración de los hechos, reales o imaginarios, resulta
amena, rica en matices, salpicada de humor y erudición, con toques
de picaresca, y es conducida como si se tratara de las verdaderas
memorias de Tartini transcritas por uno de sus más fervientes
admiradores… Pero… al mismo tiempo, en capítulos alternos
aparece otra voz que va cuestionando lo escrito por Tartini,
ampliando y matizando su testimonio. Y esta otra voz va adquiriendo
protagonismo, y el lector que va entrando en el juego, en aquel
“contrato” del que hablaba Cortázar —lanzado por el corredor
del lenguaje, lo que hace que la novela se lea casi sin pausa—, el
lector, digo, percibe que esa otra voz proviene del pacto fáustico
que desde su juventud signara el destino del genial músico. Y así,
cuando ya nos hemos familiarizado con el espíritu o demonio que
contribuye a enriquecer la narración, y en cuya exposición no hay
lugar para los límites pues su mirada todo lo abarca y su atributo
principal como la de su contrario (a quien solemos llamar Dios) es la
omnipresencia, caemos en la cuenta de que aquel demonio, al igual que
los diablos que escucharon a Orfeo tocar su lira en el infierno, está
enamorado de la música. Y por esa razón dedica toda su energía en
proteger a su elegido: Giuseppe Tartini.
Confieso que disfruté como un macaco la lectura de La fuga del
maestro Tartini. Devoré las 446 páginas en cinco días. El
ejemplar quedó lleno de anotaciones y subrayados, que algún día
comentaré in extenso con Ernesto. Viajé por Padua, donde saludé a
San Antonio, patrono de las solteronas, desayuné en Pirano con la
madre de Giuseppe, tan parecida a una mater dolorosa, en Venecia
paseé en una góndola conducida por un monje loco disfrazado de
arlequín, luego en Praga acompañé a Tartini en una de sus veladas
con Mayerink (o quizá en una homónima creación: Meyrink, sí, el
autor de El Golem, aunque esta inquietante novela no se
escribiría hasta tres siglos después, pero esta licencia forma
parte del juego atemporal de la novela de Pérez Zúñiga, una de sus
estrategias narrativas), y en todas partes resonaban las melodías
dulces, arrebatadas y dramáticas de Albinoni, Salieri, Vivaldi,
Uffenbach, Veracini. En las habitaciones que compartieron durante
años se escucha el violonchelo del virtuoso Antonio Vandini, su
mejor amigo. “Los músicos, ángeles aprendices de hombres” (p.
324).
Aunque la primera juventud de Tartini está signada por su afición a
la espada y la fuga de su nido paternal, muy pronto el espadachín
dará paso al músico genial. Y su vida, expuesta en sus detalles más
significativos en la novela de su alter ego Pérez Zuñiga, es un
ejemplo de una existencia febril y aventurera, salpicada de eventos
únicos, trágicos, cómicos, propios de su tiempo pero que a la
larga nos resultan familiares. Desde sus amores a los 18 años con
una chica tuerta hasta su pasión senil por una huérfana de apenas
13 años, sin olvidar su grande y controvertido amor de medio siglo
por su esposa Elisabetta, la que merecía una sonata que nunca
escribió: “Elisabetta abandonada”, que en compensación le puso
los cuernos con su hermano arcipestre Antonio Tartini y con el otro
Antonio, Vandini, su mejor amigo, el eros de Giuseppe se corresponde
con la visión hedonista y gozosa de su biógrafo, aprendiz de santo:
Ernesto Pérez Zúñiga.
Hay muchísimo más en esta novela para melómanos, filósofos y
taxistas melancólicos: momentos de sublime poesía y de literatura
pura, anécdotas divertidas y bizarras a montón, reflexiones,
incursiones en el esoterismo astral, guiños a la modernidad y a la
música contemporánea (Tom Waits, ¡Thelonius Monk!), toques de
ironía, muestras palmarias de la madurez del autor como narrador,
todo un universo de temas y motivos, aquello que hace de la novela un
género único, singular. Pero no me voy a extender pues la idea de
esta lectura es la de convocar a nuevos y múltiples lectores, aunque
no puedo resistir la tentación de citar una frase hacia el final (p.
422) cuando el demonio o Ernesto, o el demonio Ernesto, da igual,
dice, como resumen de la vida de Tartini: “Aparte de algunas
sonatas, la amistad es el mejor de tus trabajos”. Y para cerrar,
esta preciosidad que se puede leer como un autorretrato de Giuseppe
Tartini o de Ernesto Pérez Zúñiga, da igual, el retrato de un
artista: “…un animal andante y melancólico que se mira en un
largo espejo (el espejo del tiempo, digo yo), consciente de su propia
muerte, sin dejar por ello de caminar y de celebrar la belleza del
mundo” (p. 359). Y así, aunque el anhelo fáustico no se extinga
del todo, la vida como una oportunidad única y unánime de
celebración se manifiesta en el arte, vale decir en la música de
Tartini, vale decir en la novela de Ernesto.
Mérida,
6 de octubre de 2013.
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