UNA
TARDE CON TARTINI
El
siglo XXI me trajo una de las noches más completas que he conocido. Fue la del
20 de octubre en el 2004. Primero, porque efectivamente me retiré al hotel a
las cinco de la mañana, después de incesantes copas, de conversaciones como
diamantes y porque dentro del grupo de sus amigos (Nicolás Melini, la joven
africana Mama, venida del Casamance), Juan Carlos Méndez me presentó a Ernesto
Pérez Zúñiga.
Al
despertar encontré la misma agudeza de seda que tenía su conversación en los poemas
y cuentos de sus libros iniciales (2002) Calles
para un pez luna y Las botas de siete leguas.
Desde
entonces he sido su maniático lector. Poesía y ficción, en él, son para mí
verdaderas compensaciones en este vasto y extraviado mundo de la lengua española.
Narrar como si se pudiera (él puede) encontrar palabras comunes pero no dichas;
narrar complejas historias que se deslizan desde y hacia sus más inesperados
ángulos: he allí una de las razones para esa aludida recompensa.
Su
primera novela, Santo diablo, es un
gran mural sobre las luchas sociales en una provincia imaginaria. Diversas
realidades narrativas le dan cuerpo: los cultivos y la tierra solitaria, los
difuntos que mueven cacharros en las casas, política y supersticiones. En otro
lugar he destacado cuán diestra es la mano de Pérez Zúñiga para crear sus
mujeres, como las de ese libro. Su héroe es una excitada presencia de
inclinación revolucionaria, de angustia ante
lo erróneo de la misma y la
necesidad de justicia.
Su
nueva novela, El segundo círculo,
título de inspiración dantesca, se me ha convertido en una obra de terror
incomparable, natural y elusiva. El argumento hace convivir a unos niños, junto
a sus padres, en un modernísimo lugar de vacaciones. Esta vez los muertos son
cotidianos y transparentes, saben de las estrellas de cine (Brad Pitt, Marilyn)
y realizan el sacrificio ritual sin que podamos renunciar a la complicidad.
En la
tercera novela El juego del mono,
alguno de sus personajes anota: “Quiero escribir lo que me ha dicho esta noche
ese loro, ese pesado: el inconsciente”. Gibraltar, el Peñón, un recorrido por
sótanos, prisiones, sueños, borracheras y el azogado movimiento de los monos
determinan un libro de suspenso y análisis.
Así que estamos ante la cuarta novela de Ernesto Pérez
Zúñiga, La fuga del maestro Tartini,
que podemos comenzar a leer desde hoy. Fue escrita durante seis años, entre el
2006 y el 2012. En ese lapso, cuando Ernesto me concedió el privilegio de leer
sus originales le escribí estas líneas:
Sí, querido Ernesto, ya he leído tu sonata
y fuga. Un libro abismal. Te consumió años y propició viajes y no sólo te
transformó en el músico sino que éste termina meditando mil cosas tuyas, como
debía ser después de tan prolongada vigilia (o sueño).
También es un libro de fascinante erudición (maderas: bosques,
instrumentos; historia e invención: fuerza y dilución de las tradiciones
expresivas, retratos –Veracini, Vivaldi, Marcello, Albinoni, etc-; calles
minuciosas, ciudades, edificios, casas, comidas, ropa: una verdadera
reconstrucción del XVIII, desde el cual crece el alto relieve de las grandes
personalidades en tu novela: Tartini y su chelista, Berloc o el recóndito
testigo, Elisabetta y las otras, madre y hermanos.
Un dinámico empleo de
cronologías: la del testigo actual (la del infinito y proteico Berloc),
aquella que conduce la mano manchada (Tartini escribiendo su vida) y la de los
sucesos “reales”. Sobre estos van acercándose los orígenes del músico y su
final o su presente. ¿Cómo no enloqueciste cambiando de una a otra? Porque el
equilibrio entre ellas es admirable.
Un libro muy diferente de tus otras novelas y sin embargo unido, por lo
menos, a dos de tus fuertes obsesiones: una tónica:
la pasión por la figura Sombría, y otra compositiva: la narración descompuesta
desde un enigmático observador.
Me dejo llevar por los trozos de registro mayor (que cada lector sentirá,
a su elección, en diferentes zonas del
texto): la percepción de “la música de los sonidos”, la magnífica tensión del
carnaval, el encuentro con Veracini –sobre todo después de eso; el sello de
sangre, la preparación para la muerte. Y, desde luego, por el diálogo
permanente entre tu historia y diversos creadores: Leonardo, Mann, Kafka.
En fin, querido Ernesto, un gran libro, flexible –inesperadas
variaciones sobre su protagonista, sobre nosotros los de hoy; interrumpible –porque están bien aplicadas las
resonancias de Dickens: volver a puntos clave de la acción, a resumir cada
cierto tiempo esas pequeñas señales que cobran fuerza como carne y pasado de
cada personalidad.
Como lo he dicho en diversas oportunidades, desconfío
de la llamada “novela histórica”. Creo que el sentido de la ficción es
despertar, a través de personajes, situaciones y tramas, contenidos no visibles
de la condición humana. Aunque el sentir de Edipo o de Electra está en el
origen sólo hemos podido fijarlo cuando un trágico griego lo revela o cuando
Freud lo devuelve al inconsciente y viceversa. La libertad o la maldición de
elegir, el reino de la duda, nos cercan a cada minuto, pero nunca nos hacen
despertar como cuando Hamlet los convoca. La multiplicidad que somos (intestino
e ideal, valentía y burla, gordura y delgadez simultáneas, etc) se hace
implacable después de que Sancho y el Quijote
asoman en nosotros.
La ficción es nuestra brújula para detectar, reflejar
y revelar lo incierto. Y para darle nombre. Para mí, por lo tanto, carece de
interés que un novelista dedique su tiempo a recrear vidas o seres, por muy
heroicos, extraños o importantes que hayan sido sus vidas. Al hacerlo se
condena: restará siempre en vez de sumar y al contar con la complicidad
histórica del lector, confiesa la debilidad de su talento para arriesgarse a la
obra que lo esperaba. Guerra y paz, Los Miserables siguen siendo fascinantes
por Natasha o Jean Valjean, no por
Bonaparte y sus guerras.
Tampoco creo que la modernidad nos haya reducido por
completo a ser “el hombre sin atributos”,
“don nadie” o en masas amorfas. Mucho de eso existe y la telenovela lo
consagra. Pero aun así el individuo
–nosotros- pervive y sus delirios, deseos, defectos o errores no caducan. La
novela contemporánea quizá no pueda o
necesite elaborar otro denso y complejo acumulamiento de significados para
realzar un símbolo. Pero en ella un impulso, un sentimiento –por ejemplo, hacia
la sexualidad, la justicia- aunque común, extendido, no impide al autor
proponer y desafiar temas vitales.
Somos comunes; solo vivimos el
presente, lo demás desaparece hasta que podamos evocarlo. Lo insólito es que
este ahora carece de sostén y de proyecciones sino se afianza (para
negarlo, reconsiderarlo o aprovecharlo) en las experiencias anteriores y en la
intuición del mañana.
Reconocer lo implacable y la
desmesura del tiempo en su transcurrir, es decir, estar atentos a cada segundo
y cada milímetro del presente –estos minutos, esos instantes; todos las horas,
todos los lugares- me lleva a la noción más difícil de notar y sin embargo la
que actúa más directamente sobre cada persona común como nosotros y como
nuestros posibles personajes: la noción de libertad.
Pero si damos por descontado que vivimos en
ella, que la poseemos, podríamos hacerla peligrar. Ser libre, entonces, es algo
que ocurre por y durante nuestros actos más insignificantes; fluye en lo
interior de cada quien (al practicar
horarios, conducta, amigos,
profesión), aunque corresponda a un hecho que se produce con las
posibilidades que nos ofrece la vida exterior. Y allí está el inmenso secreto
de la libertad: la hacemos al hacer y pensar, pero nos hace porque ella deriva
de una relación colectiva: con nuestra familia, nuestro grupo, el pueblo o la
ciudad, los servicios públicos, el gobierno local y nacional, los editores, los
lectores; por el conocimiento de las noticias, de los libros, del mundo
electrónico, la política, la producción, la moda; al crear una novela, un
relato.
Dicho de otro: hasta el más íntimo de nuestros actos (hacer el
amor, pensar) se corresponde con el ejercicio de la libertad. Y desde allí
tiene que volcarse, realizarse también dentro de la esfera más pública:
estudiar, escribir, elegir gobernantes, exigir el bien y el desarrollo social.
Practicar la libertad es nuestra
profesión diaria. De allí que nuestro máximo tesoro sea el presente, este presente: reino único, reino
absoluto de la libertad. La libertad sólo existe en presente, no debe
ser añorada o postergada, eso sería desvirtuarla. Si la sentimos de manera fragmentaria es porque
está en peligro de ser destruida por completo. Libertad: límite equilibrado
entre lo más profundo y lo exterior del individuo; frontera entre la ética, la
vida colectiva, el bien social.
Única frontera im/posible del autor
para crear sus personajes.
Con esto quiero significar que, a pesar del método y
del personaje, Giuseppe Tartini, concentrados en este libro de Pérez Zúñiga, no
estamos ante una habitual novela histórica, aunque nada pierde si así la designaran los periodistas. Es más: bien
puede ser calificada como futurista o fantástica (su observador la dirige desde
el siglo XVIII; pero también desde hoy y desde otro futuro)
Bastaría recordar a Juanmaría, el protagonista de Santo diablo, en quien renace la
obsesión por la libertad, la revolución y la justicia, quien va al sacrificio
aunque descrea en lo hondo del sueño revolucionario. El supremo ideal de la
libertad lo conduce allí, pero el hombre no es ajeno al incierto alcance del mismo.
O recordar la
fusión (¿qué nos impide -un papel celofán, un gel, un cristal, nada- atravesar la muerte, reconocernos en su
cotidianidad?) del presente y sus dispersiones espaciales y temporales, como
ocurre al niño de El segundo círculo,
para saber que Pérez Zúñiga nos sumerge en la sustancia del tiempo, del mismo
modo como pudimos percibirlo en las imágenes últimas del film 2001: una odisea del espacio.
El juego del mono, con sus personajes sórdidos y su paisaje, bien puede
ser una síntesis de nuestra realidad actual: des/enseñanza en los colegios,
drogas, trampas, hipocresía, inocencia. Pero su solo título ya nos hace
revertir el juego supremo de Hermann
Hesse (la virtualidad de religión, política, música, matemáticas) en la exacta
perfección formal del error, de la cotidiana perplejidad.
Me estoy extendiendo demasiado y ahora quiero volver a
las páginas que leerán ustedes: este Tartini. En efecto, el personaje vive en
una eterna fuga (desde su hogar, desde el convento, de una ciudad a otra, de un
concepto de la música al nuevo, según él), pero también la novela está
compuesta como un prolongado contrapunto, cuya solución es la vida misma: el
contrapunto entre el Vasto Espíritu (del mal, de la sabiduría, del tiempo) y la
experiencia de un hombre.
No estamos ante una habitual novela “histórica”, dije
antes. En principio porque ha sido escrita por un artista que sabe des/hacer la
prosa.
Sí, por supuesto, una novela parte de una o varias
vidas que están en la realidad de acá (en los sucesos diarios, en la política).
Y así, al sintetizarlas, puede construir
otra figura compleja. Lo vemos en Dickens, James, Proust y Thomas Mann.
Incluso, un hombre común o “histórico” pudiera ser ese modelo que, al
convertirse en personaje novelesco, adquiere dimensiones inesperadas.
Todo lo contrario ocurre cuando el novelista aprisiona
en su obra a un hombre o una mujer concretos. Sobre todo si los identifica con
nombre y apellido. Entonces, queriéndolos ampliar, va reduciendo, bajo su
inexorable percepción, los clava como a
un insecto en una imagen que, con los días o los años, paradójicamente se
estrecha cada vez más. (Ya mencioné al muy limitado Napoléon de Guerra y paz o al de Los miserables)
En el Tartini
de Ernesto su estirpe viene resguarda
por ficciones puras sobre planos de la Historia. Entre ellas, las Etiópicas
de Heliodoro de Emesa, escritor sirio, que escribe en griego, en el siglo III
d.C. Y donde, sobre un tapiz de guerras, la pareja de Teágenes y Cariclea lleva
al paroxismo una defensa de la mutua virginidad.
Salammbó,
publicada por Flaubert en 1862, que prefiero a Bovary, aunque mis amigos se
hayan burlado siempre de tal preferencia. Y cuya cumbre, el choque entre la
lujuria y lo sagrado, sea más relevante que los detalles de la primera guerra
única en el Cartago del siglo II.
Memorias de Adriano, editada como folletín desde 1948 y recogida en el
famoso libro de 1951. Triunfos políticos, amores, amistad, arte, poesía, viajes
son evocados por el emperador ante la proximidad de la muerte. “Cuando no hubo
dioses ni Cristo, sino el hombre solo, entre el lapso de Cicerón y de Marco
Aurelio, alguien afronta esa soledad, esa melancolía” parece decirnos
Yourcenar en esta novela.
Los idus de marzo (1948) de Thornton Wilder en que, de nuevo, se evoca
o se vislumbra la muerte de un emperador. Reveló el autor que, para escribirla, había utilizado cartas y
documentos de Hitler y Mussolini. Y no obstante, él mismo ha confesado que se
trata de una “fantasía”.
Cumboto (1950)
de Ramón Díaz Sánchez, en que se despliegan los días de la esclavitud en las
costas venezolanas, junto a misterios y ritos negros. Pero allí un idilio
mestizo irradia con mayor energía que todo aquello.
Son muchas más, pero esas resultan ser mis
predilectas. Como el presente Tartini de Ernesto Pérez Zúñiga. Ésta y
aquellas bien pueden ser llamadas novelas “históricas”, pero casi estoy seguro
de que nadie vuelve (volverá) a leerlas sólo por sus detalles o personajes
históricos.
En este Tartini, como es obvio, nos interesa el
proceso de una vida y, sobre todo, el vínculo entre esa vida y, ya que la
leyenda lo exige así, la tentación, el Mal. Si antes destaqué el pulso de Pérez
Zúñiga para crear personajes femeninos, ahora remarco el poder de su escritura
cuando crea a Juanmaría o a su Tartini.
Ese interés quedará satisfecho con algunas
metamorfosis, experimentadas por dos sus protagonistas, en el tiempo y en
sitios identificables ayer y hoy. Pero es la clave lanzada desde el título el
punto donde la figura de Tartini, la vida y el arte de Pérez Zúñiga, el
complejo camino hacia los símbolos y su encarnación vulgar, lo común de
nuestras vidas, todo ello, se convierte en un gran tema de hoy.
Ha hallado Ernesto la manera de mostrarnos una de
aquellas posibilidades que la narración permite como superación de la simple
“novela histórica”: a través de un pequeño individuo, músico grande, pedante
pero inseguro y la oscura eternidad que lo mima, lo avasalla. ¿No se trata
acaso de un género novedoso y aún escaso: el de la nivola, el de la
filosoficción, el de la informatificción? (Uso estos términos mientras encontramos otros más exactos o eufónicos)
Al contrario que en sus otros libros, donde el ascenso
anecdótico nos deslumbra al final, aquí la trama se establece con pasajes
domésticos y sobrios e intensos momentos de temblor. Dentro de estos últimos
destaco el episodio del duelo violinístico entre dos grandes: Tartini y
Veracini. Son páginas que arden y suenan, mientras los dos genios desafían a la
belleza, la libertad y al mal
compitiendo. La escena es deslumbrante porque allí afrontamos a la imaginación
pura de Pérez Zúñiga.
(Imaginación que nos ha venido proponiendo desafíos
como estos:
- “tarde o temprano a todos la desdicha nos iguala”.
-“Mi propio nombre también es un disfraz”.
- “Pisé la estrecha senda de la perfección, donde no
hay nada, nada, nada”.
-“Misteriosas voces parecen vivir en los sucesos
sonoros”.
-“¿Qué es un amor realizado salvo esto?: orbitar en
torno al amor al mismo tiempo que el amor orbita en torno de uno”.
-“Escuchábamos sin párpados”.
-“Siempre, detrás de una gran ambición, nos espera,
oculta, una gran ironía”.
-“Su profundidad no debe nada a nadie”.
-“No es el hombre el que necesita ser redimido en este
mundo sino el mismo Dios”.)
He imitado el método del novelista al alternar algunos
asomos o percepciones sobre este libro, tal como en el movimiento fugado de una
pieza pudieran ser alternadas las voces.
Porque el gran tema propuesto con el título del libro
va disminuyendo en orquestación y
sonoridad desde que se enuncia: en efecto, Tartini desarrolla procedimientos
nobles y establecidos para componer y en ese aspecto la novela rinde tributo al
arte de la composición. A la fuga.
Luego advertimos que el protagonista no cesa de
moverse, con o sin razones; de manera justificada o absurda: su conducta puede
ser una incesante fuga emotiva o intelectual.
Pero nosotros, los de hoy, al leer, quizá no
advertimos que más allá de la
fascinación por el arista, por su música y sus avatares, también vislumbramos
algo que nos perturba en esa movilidad: ¿por qué ese impulso incesante –en él; hay un real cambio al cumplirlo –en él; qué
nos impele, persigue o amenaza –a nosotros? ¿Huimos al movernos o dentro de
nuestra vida fija, anclada en un apartamento, en la oficina, en una calle? ¿En
estos tiempos, qué nos desaloja? Viajamos, nos divertimos, somos diferentes
¿nos acosa un complejo de ser lo mismo?
¿No consiste la emoción, el secreto, la imposibilidad o la realización de la
fuga en un centro mayúsculo de lo que somos simplemente? ¿Sólo nos queda la
fuga –real o imaginaria- como forma de libertad?
¿Cuánto de Tartini o de la iluminación que nos trae
Pérez Zúñiga podemos comprender?
Y ya que hablé de informatificción, ¿no pudo ser esta
novela escrita por nuestro José Antonio Ramos Sucre: para quien “el mal es un autor de la belleza”?